a la
confusión y al alboroto que estimulaban tanto la ambición y la codicia.
Los falsos antiguos ideales de la Edad Media habían caído por tierra
como ídolos quebradizos, desbaratados y rotos bajo los certeros golpes
del cetro de hierro de los nuevos soberanos. Morsamor no acertaba a
descubrir nuevos ideales: nuevos objetos, término y meta de la
ambición humana. A sus ojos sólo quedaba en pie el venerando e
indestructible ideal religioso, que se alzaba como elevadísima y
solitaria torre en medio de un campo arrasado y lleno de ruinas. Lo
único que quedaba como refugio, consuelo y fin de la vida de
Morsamor era la religión. Hízose, pues, religioso por no saber qué
hacerse. Y ya se comprende que esta manera de hacerse religioso de
poco o de nada podía valerle así en la tierra como en el cielo.
Harto se comprenderá también, se explicará y se justificará por lo dicho,
el pobre papel que Fray Miguel de Zuheros hacía entre los demás
frailes.
Sólo Dios sabía lo que guardaba él en el centro del alma. En lo exterior
la figura inconsistente de Fray Miguel, sin color, sin energía y sin
carácter propio, se esfumaba en el espacio e iba lenta y desabridamente
a desaparecer en el tiempo.
-II-
De vez en cuando, creciendo en importancia y en frecuencia e
interrumpiendo la monotonía de la vida claustral, llegaban al convento
noticias vagas y confusas que revelaban una pasmosa renovación en la
vida social de la recién formada nación española. Los ideales, por susto
de cuya ausencia se había refugiado Fray Miguel en el claustro,
brotaron entonces en el suelo fecundo de España, le cubrieron todo y
vinieron a llamar con estrépito en su celda al desengañado solitario.
Mientras que Fray Miguel vivía vida contemplativa y obscura, una vida
fecunda en acciones maravillosas se había desenvuelto en toda nuestra
Península, salvando sus límites y confines, y derramándose con
irresistible expansión por el mundo todo. Los reyes unidos de Aragón y
Castilla habían vencido a los portugueses en Toro, vengando la afrenta
de Aljubarrota; habían conquistado el hermoso reino de Granada;
habían expulsado de Italia a los franceses, enseñoreándose de Nápoles
y de Sicilia. Un aventurero genovés había ofrecido llegar a Cipango y
al Catay, atravesando con sus naves el nunca surcado y tenebroso mar
de Sargaso, y el aventurero había descubierto extensas y hasta entonces
incógnitas regiones, donde había ido a plantar la cruz del Redentor y el
pendón de Castilla, dejando entrever y haciendo augurar que la tierra en
que vivimos es mayor de lo que se pensaba y que todo lo oculto y
misterioso que hasta entonces había habido en ella, iba a revelarse y a
manifestarse a nuestros ojos y a ser dominado por castellanos y
aragoneses.
En competencia con ellos y movidos por idéntico impulso, los
portugueses habían persistido en su casi secular empeño de navegar
hasta el extremo Sur de África, de ir más allá navegando, y de llegar a
la India y de apoderarse allí del comercio, y de la riqueza de que hasta
entonces habían gozado árabes, persas, venecianos y genoveses.
Iba Fray Miguel enterándose vaga y confusamente de todas estas
novedades. Como era poco comunicativo no decía a nadie la impresión
que le hacían; pero la impresión era profunda, acrecentando su
profundidad y su fuerza, la reconcentración y el sigilo con que en el
centro de su alma lo escondía todo.
Cualquier ser humano, como no sea depravadísimo, tiene el amor de la
patria, del pueblo, de la tierra en que ha nacido y de la gente a que
pertenece. Este sentimiento es tan natural y tan general que no he de
hacer yo el elogio de Fray Miguel porque le tuviese. Me limito a
afirmar que le tenía. Los triunfos de su nación, el verla trocada de
sociedad desquiciada y anárquica en Potencia temida, influyente y
gloriosa, lisonjeaban el orgullo de Fray Miguel y le tenía muy
satisfecho y orondo. Por nada del mundo hubiera anhelado él que lo
que era no fuese; que de todas las glorias, grandezas y triunfos su
nación, resultasen falsedad y sueño vano de la fantasía. Su corazón se
alegraba de que fuesen reales; pero al mismo tiempo, por extraña
aunque frecuente contradicción de nuestro espíritu, había en el suyo
vergüenza y abatimiento de no haber contribuido a la elevación
nacional de que se admiraba y se enorgullecía. Ni con sus humildes
rezos, ya en el templo solitario, ya en su mezquina celda, había
contribuido Fray Miguel a ninguna de las altas empresas que se habían
llevado a cabo. Su corazón falto de fe y de esperanza y su mente
inclinada y torcida a no prever sino lo peor, no habían podido pedir ni
habían pedido al cielo lo inasequible, lo absurdo, lo que no habían
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