se
distinguía tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el
púlpito, ni por saber mucho de teología y de cánones, ni por ninguna
otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y seis
frailes que había en el convento.
Hacía más de cuarenta años que había profesado. Y su vida iba
deslizándose allí tranquila y silenciosa, sin la menor señal ni indicio de
que pudiese dejar rastro de sí en el trillado camino que la llevaba a su
término: a una muerte obscura y no llorada ni lamentada de nadie,
porque Fray Miguel, aunque no era antipático, no era simpático
tampoco, se daba poquísima maña para ganar voluntades y amigos, y,
al parecer, ni en el convento ni fuera del convento los tenía.
En vista de lo expuesto, nadie puede extrañar que hayan caído en el
olvido más profundo el nombre y la vida de Fray Miguel.
Ya verá el curioso lector, si tiene paciencia para leer sin cansarse esta
historia, las causas que me mueven a sacar del olvido a tan
insignificante personaje.
Son estas causas de dos clases: unas, particularísimas, que se sabrán
cuando esta historia termine; y otras tan generales, que bien pueden
declararse desde el principio y que voy a declarar aquí.
Todo ser humano, considerado exterior y someramente, es indigno de
memoria, si no ha logrado por virtud de sus hechos o de sus palabras,
habladas o escritas, influir poderosamente en los sucesos de su época,
haciendo ruido en el mundo. Los que ni por la acción ni por el
pensamiento, revestido de una forma sensible, logran señalarse, pasan
como sombras sin dejar rastro ni huella en el sendero de la vida y van a
hundirse en olvidada sepultura, sin que nadie deplore su muerte y sin
que nadie, al cabo de pocos años, y a veces al cabo de pocos días, se
acuerde de que vivieron.
Y, sin embargo, cuando por cualquier medio o estilo acertamos a
penetrar en las profundidades del corazón y en los más apartados y
obscuros aposentos del cerebro del personaje al parecer más
insignificante, todo suele cambiar de aspecto en la idea que formamos
de él, ya que descubrimos allí multitud de pensamientos maravillosos y
de soberanas aspiraciones, y un mar tempestuoso de apasionados
sentimientos, que ora sean buenos, ora sean malos, si llegan a ser
grandes, dan valer e importancia a la persona que los concibe e inspiran
hacia ella un interés acaso mayor del que nos han inspirado los más
famosos varones al saber sus altas hazañas o al leer sus inmortales
escritos.
Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores,
no era escritor, ni predicador, ni por nada se distinguía. Cualquiera otro
fraile de su mismo convento era más notable que él.
Antes de entrar en la vida religiosa tampoco había conseguido señalarse.
Tenía ya setenta y cinco años cumplidos, y, para todos sus semejantes,
no pasaba de ser una de las innumerables unidades que forman la gran
suma del linaje humano.
En el convento se sabía poco y a nadie le importaba saber de la vida
pasada de Fray Miguel antes de que fuera fraile.
Como otros muchos hombres, en aquel largo período de anarquía,
discordias y guerras civiles, que precedió al reinado de los Reyes
Católicos, había buscado por diversos caminos la notoriedad, el poder y
la fortuna, y no había logrado hallarlos.
Fray Miguel había sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones,
por las cuales, no siendo clérigo o fraile, podía un hombre del estado
llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos.
Fray Miguel había trabajado en balde. No decidiremos aquí si fue la
capacidad o si fue la ventura lo que le faltó en su empresa. Su ambición
y sus propósitos no debieron de ser pequeños si los calculamos por la
significación del nombre que él como trovador y aventurero de armas
tomar había adoptado.
Fray Miguel se había llamado Morsamor en el siglo.
Sus versos fueron tan malos o fueron tan infelices que no entraron en
ningún Cancionero, aunque en muchos Cancioneros abundan los
detestables, tontos o fríos. Sus hazañas, si las hizo, no le dieron riqueza,
ni valimiento, ni poder, y no hubo cronista que hablase de ellas en sus
narraciones, ni épico callejero que escribiese un mal romance para
referirlas y ensalzarlas. Dice el refrán que el lobo, harto de carne, se
mete fraile. Morsamor no fue como el lobo. Morsamor no cogió la
carne: apenas columbró la sombra. La desilusión, la esperanza perdida,
le trajo a la vida monástica.
En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, había
cambiado todo y era menester que Morsamor también cambiase. La paz
y el orden con enérgica severidad habían venido a sobreponerse
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