Misericordia | Page 4

Benito Pérez Galdós
no viniera, motivado al fr��o que hace, y pens�� que, por ser d��a de perra gorda, el buen se?or suprim��a la festivid��.
--Hubi��ralo dado ma?ana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y paga lo que debe.
--Hubi��ranos dado ma?ana la gorda de hoy, eso s��; pero quit��ndonos la chica de ma?ana. Pues ?qu�� crees t��, que aqu�� no sabemos de cuentas? Sin agraviar, yo s�� ajustarlas como la misma luz, y s�� que el D. Carlos, cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse algunos d��as, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.
--C��llate, mala lengua.
--Mala lengua t��, y... ?quieres que te lo diga?... ?adulona!
--?Lenguaza!?.
Eran tres las que as�� chismorreaban, sentaditas a la derecha, seg��n se entra, formando un grupo separado de los dem��s pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pa?olones negros o grises. La se?�� Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inveros��mil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se re��nen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los dem��s, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas u?as. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses ten��a por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla peque?a y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolv��a y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre ten��a que decir algo picante y mal��volo cuando los dem��s repartijaban, y nunca distingu��a de pobres y ricos en sus cr��ticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y sub��a al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus enc��as quedaban, parec��an correr de un lado a otro de la boca, asom��ndose tan pronto por aqu��, tan pronto por all��, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desd��n supremo o de terrible sarcasmo, cerr��base de golpe la boca, los labios se met��an uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, segu��a expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de se?�� Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba f��cilmente su delgadez por llevar, seg��n dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara largu��sima como si por m��quina se la estiraran todos los d��as, oprimi��ndole los carrillos, era de lo m��s desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresi��n, ojos que parec��an ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgad��simos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podr��amos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una ri?a, seguida de un chapuz��n, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, qued��ndose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda regi��n del mundo hay clases, sin que se except��en de esta divisi��n capital las m��s ��nfimas jerarqu��as, all�� no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permit��an que se alterase el principio de distinci��n capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o m��s a?os de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no ten��an m��s remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se conced��a el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacrist��n o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les hab��a ca��do que hacer. Arm��base tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando alg��n parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antig��edad reclamaba el derecho a la repartici��n, apropi��ndose la cifra mayor, si la cantidad no era f��cilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, exist��an la preponderancia moral, la autoridad
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 107
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.