no viniera, motivado al fr��o que hace, y pens�� que, por ser d��a de perra gorda, el buen se?or suprim��a la festivid��.
--Hubi��ralo dado ma?ana, bien lo sabes, Crescencia, que D. Carlos sabe cumplir y paga lo que debe.
--Hubi��ranos dado ma?ana la gorda de hoy, eso s��; pero quit��ndonos la chica de ma?ana. Pues ?qu�� crees t��, que aqu�� no sabemos de cuentas? Sin agraviar, yo s�� ajustarlas como la misma luz, y s�� que el D. Carlos, cuando se le hace mucho lo que nos da, se pone malo por ahorrarse algunos d��as, lo cual que ha de saberle mal a la difunta.
--C��llate, mala lengua.
--Mala lengua t��, y... ?quieres que te lo diga?... ?adulona!
--?Lenguaza!?.
Eran tres las que as�� chismorreaban, sentaditas a la derecha, seg��n se entra, formando un grupo separado de los dem��s pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pa?olones negros o grises. La se?�� Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inveros��mil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se re��nen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los dem��s, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas u?as. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses ten��a por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla peque?a y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolv��a y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre ten��a que decir algo picante y mal��volo cuando los dem��s repartijaban, y nunca distingu��a de pobres y ricos en sus cr��ticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y sub��a al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus enc��as quedaban, parec��an correr de un lado a otro de la boca, asom��ndose tan pronto por aqu��, tan pronto por all��, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desd��n supremo o de terrible sarcasmo, cerr��base de golpe la boca, los labios se met��an uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, segu��a expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de se?�� Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba f��cilmente su delgadez por llevar, seg��n dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara largu��sima como si por m��quina se la estiraran todos los d��as, oprimi��ndole los carrillos, era de lo m��s desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresi��n, ojos que parec��an ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgad��simos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podr��amos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una ri?a, seguida de un chapuz��n, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, qued��ndose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda regi��n del mundo hay clases, sin que se except��en de esta divisi��n capital las m��s ��nfimas jerarqu��as, all�� no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permit��an que se alterase el principio de distinci��n capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o m��s a?os de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no ten��an m��s remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se conced��a el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacrist��n o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les hab��a ca��do que hacer. Arm��base tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando alg��n parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antig��edad reclamaba el derecho a la repartici��n, apropi��ndose la cifra mayor, si la cantidad no era f��cilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, exist��an la preponderancia moral, la autoridad
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