Marianela | Page 7

Benito Pérez Galdós

ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo,
con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda
sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como
en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa
elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del mendigo.
Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Golfín por lo recatadas y
humildes, dando indicios de un carácter formal y reflexivo. Resonaba
su voz con simpático acento de cortesía, que no podía ser hijo de la
educación, y sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran
dirigidas al suelo o al cielo.
--Dime--le preguntó Golfín--¿tú vives en las minas? ¿Eres hija de algún

empleado de esta posesión?
--Dicen que no tengo madre ni padre.
--¡Pobrecita! Tú trabajarás en las minas....
--No, señor. Yo no sirvo para nada--replicó sin alzar del suelo los ojos.
--Pues a fe que tienes modestia.
Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso,
todo salpicado de menudas manchitas parduzcas. Tenía pequeña la
frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los ojos;
pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. Su cabello
dorado-oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su
continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían
de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era
semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de
vivir pensando en el cielo. La boca de la Nela, estéticamente hablando,
era desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios, aplicándole el
verso de Polo de Medina: «es tan linda su boca que no pide». En efecto;
ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el
hábito degradante de la mendicidad callejera.
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y
abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos.
--¡Pobrecita!--exclamó--. Dios no ha sido generoso contigo. ¿Con quién
vives?
--Con el señor Centeno, capataz de ganado en las minas.
--Me parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿De quién eres
hija?
--Dicen que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada.
Era soltera. Me tuvo un día de Difuntos, y después se fue a criar a
Madrid.

--¡Vaya con la buena señora!--murmuró Teodoro con malicia--. Quizás
no tenga nadie noticia de quién fue tu papá.
--Sí, señor--replicó la Nela con cierto orgullo--. Mi padre fue el primero
que encendió las luces en Villamojada.
--¡Cáspita!
--Quiero decir que cuando el Ayuntamiento puso por primera vez
faroles en las calles--dijo la muchacha, dando a su relato la gravedad de
la historia--, mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Yo
estaba ya criada por una hermana de mi madre, que era también soltera,
según dicen. Mi padre había reñido con ella.... Dicen que vivían juntos...
todos vivían juntos... y cuando iba a farolear me llevaba en el cesto,
junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera.... Un día dicen
que subió a limpiar el farol que hay en el puente; puso el cesto sobre el
antepecho, yo me salí fuera y caíme al río.
--¡Y te ahogaste!
--No, señor; porque caí sobre piedras. ¡Divina Madre de Dios! Dicen
que antes de eso era yo muy bonita.
--Sí; indudablemente eras muy bonita--afirmó el forastero con el alma
inundada de bondad--. Y todavía lo eres.... Pero dime otra cosa. ¿Hace
mucho tiempo que vives en las minas?
--Dicen que hace tres años. Dicen que mi madre me recogió después de
la caída. Mi padre cayó enfermo, y como mi madre no le quiso asistir,
porque era malo, él fue al hospital donde dicen que se murió. Entonces
vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día la despidió el
jefe porque había bebido mucho aguardiente....
--Y tu madre se fue.... Vamos, ya me interesa esa señora. Se fue....
--Se fue a un agujero muy grande que hay allá arriba--dijo Nela,
deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético--y se
metió dentro.

--¡Canario! ¡Vaya un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a
salir.
--No, señor--replicó la Nela con naturalidad--. Allí dentro está.
--Después de esa catástrofe, pobre criatura--dijo Golfín con cariño--,
has quedado trabajando aquí. Es un trabajo muy penoso el de la minería.
Tú estás teñida del color del mineral; estás raquítica y mal alimentada.
Esta vida destruye las naturalezas más robustas.
--No, señor, yo no trabajo. Dicen que yo no sirvo ni puedo servir para
nada.
--Quita allá, tonta, tú eres una alhaja.
--Que no señor--dijo Nela insistiendo con energía--. Si no puedo
trabajar. En cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me
pongo a hacer alguna cosa difícil en seguida me desmayo.
--Todo sea por
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