molino. Algunos dicen que hay allá abajo un
resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando
silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se
ponen a reñir, se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que
oímos de fuera.
--¿Y nadie ha bajado a esa sima?
--No se puede bajar sino de una manera.
--¿Cómo?
--Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es
lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de
esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos años
los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la
peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca
principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá dentro,
donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día podrá
usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las piedras del
lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo asiento. Algunas
personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo nos sentamos allí
muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente,
señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura que oye
palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he oído
palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a
veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
--Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras--dijo el doctor riendo.
--Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde.
Prepárese usted a pasar otra galería.
--¿Otra?
--Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después un
laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que después
quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto,
adelante.
Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y
siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso,
estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más
delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un
pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una
curva, después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de
tablones húmedos y medio podridos.
--¿Sabe usted a lo que me parece esto?--dijo el doctor, conociendo que
los símiles agradaban a su guía--. Pues se me parece a los pensamientos
del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando
penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para
el ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:
--Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías deben
de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta
conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como
usted por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el
aire y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a
todos los demás lugares que conozco.
--Esto es la idea de la meditación.
--Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por
donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
--¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul
del cielo en pleno día!--exclamó el doctor con espontaneidad suma--.
Dígame usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan
magníficamente, no se acaba nunca?
--Ya, ya pronto estaremos fuera.... ¿Dice usted que la bóveda del
cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la
cual parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo
realmente.
Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el
que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
--Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca
me habéis parecido más lindas que en este instante.
--Al pasar--dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una
piedra--he cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted
que estos cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan
bien pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos
a mí me lo parece.
Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
--Amigo querido--dijo Golfín con emoción y lástima--es
verdaderamente triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no
merece la atención del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras
cabezas el infinito rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda
del cielo.
El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
--¿Es verdad que existís, estrellas?
--Dios es inmensamente grande y misericordioso--observó Golfín,
poniendo su mano sobre el hombro de
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