Marianela | Page 4

Benito Pérez Galdós
quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue
detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la
importuna excursión bajo la tierra.
--Es pasmoso--dijo--que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
--Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí
se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho
en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas
perpendiculares. Después dijo:
--Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por
aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted
frío?
--Diga usted, buen amigo--interrogó el doctor festivamente--. ¿Está
usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un
esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un
gran insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas
amenidades?
--Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente.
Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora
vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí

una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También
hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el
sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las
noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.
--¿Quién, el sapo?
--Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
--En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la
boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor,
fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego;
volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
--¿La oye usted?
--Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con
toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
--¡Nela!... ¡Nela!
Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel
nombre.
El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
--No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le dijo:
--La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al
anochecer volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco.
Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime
en la cabaña de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el
gabán. Al poco rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo

había quedado en esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a
la Nela, y salí con Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a
usted.... Pronto llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque
mi padre se enoja cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a
usted hasta las oficinas.
--Muchas gracias, amigo mío.
El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el
anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de
las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las
palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del
minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la
playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en
un ángulo obtuso. Hasta se podían ver sus descarnados costillajes,
cuyas puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la
concavidad panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de
carga maltratados por las olas; y era tal la fuerza pictórica del
claro-oscuro de la luna, que Golfín creyó ver, entre mil despojos de
cosas náuticas, cadáveres medio devorados por los peces, momias,
esqueletos, todo muerto, dormido, semi-descompuesto y
profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo morara en la
inmensa sepultura del mar.
La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido
semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una
peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago.
--Por aquí hay agua--dijo a su compañero.
--Ese ruido que usted siente--replicó el ciego deteniéndose--y que
parece... ¿cómo lo diré? ¿no es verdad que parece ruido de gárgaras,
como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?
--Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que
pasa?
--No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre

una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la
Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga.
Otros dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando
vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me
figuro que será como un
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