Mare nostrum | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
pr��ctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcion�� su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubr��an de polvo en la mesa, y don Esteban hab��a de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los t��rminos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, ser��a otro hombre. Le ve��a gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entrar��a por sus puertas como una ola de papel sellado.
Adem��s, pod��a poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dorm��an los vol��menes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y n��meros en los lomos. Don Esteban sab��a bien lo que representaba su estudio.
--No hay huerto de naranjos--dec��a en los momentos de expansi��n--, no hay arrozal que d�� lo que da esta finca. Aqu�� no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas �� los devotos, por considerar �� don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando o��an hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le ve��an con religiosa admiraci��n calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta �� el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo le��a en valenciano, sin vacilaci��n alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ?Qu�� hombre!...
Despu��s, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subi��ndose los vidrios �� la frente, entreten��a �� la reuni��n con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones �� los pecados de la carne, pero en los que figuraban los ��rganos digestivos con toda clase de abandonos l��quidos, gaseosos y s��lidos. Los clientes rug��an de risa, seducidos por esta gracia escatol��gica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ?Famoso don Esteban!... Por el placer de o��rle habr��an hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del pr��ncipe de la notar��a era objeto de las conversaciones de sobremesa en d��as se?alados, cuando estaba invitado el poeta.
--?Qu�� deseas ser?--preguntaba Labarta �� su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al peque?o con desesperada s��plica: ?Di arzobispo, rey m��o.? Para la buena se?ora, su hijo no pod��a debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Ser��a un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodar��an hacia ��l como si fuesen c��ntimos; figurar��a en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmes�� y un birrete chorreando por sus m��ltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escuchar��an respetuosos al pie de su c��tedra. ?Qui��n sabe si le estaba reservado el gobierno de su pa��s!...
Ulises interrump��a estas im��genes de futura grandeza:
--Quiero ser capit��n.
El poeta aprobaba. Sent��a el irreflexivo entusiasmo de todos los pac��ficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cr��a que se ve cortejada por un soldado.
--?Muy bien!--dec��a Labarta--. ?Capit��n de qu��?... ?De artiller��a?... ?De Estado Mayor?
Una pausa.
--No; capit��n de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sab��a ��l qui��n era el culpable de esta disparatada idea, qui��n met��a tales absurdos en la cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el m��dico, que viv��a retirado en la casa paterna, all�� en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba el Trit��n.

II
MATER ANFITRITA
Cuando de tarde en tarde aparec��a el Trit��n en Valencia, la hacendosa do?a Cristina modificaba el r��gimen alimenticio de la familia.
Este hombre s��lo com��a pescado. Y su alma de esposa econ��mica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportaci��n.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufr��a graves perturbaciones con la presencia del m��dico. Poco despu��s de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sue?o, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hac��an crujir la escalera. Era el Trit��n, que se echaba �� la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes as�� que apuntaba la luz. Siguiendo las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteni��ndose ante los puestos de flores, donde era m��s numerosa la afluencia femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia ��l instintivamente, con una expresi��n de inter��s y de miedo. Algunas enrojec��an al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podr��a ser un abrazo de este coloso feo �� inquietante.
--Es capaz de aplastar una pulga sobre el
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