brazo--dec��an los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus b��ceps.
Su cuerpo carec��a de grasa. Bajo la morena piel s��lo se marcaban r��gidos tendones y salientes m��sculos; un tejido herc��leo del que hab��a sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseid��n tal como le hab��an visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parec��an formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos peque?os, oblicuos y tenaces, daban �� su rostro una expresi��n de ferocidad asi��tica. Pero este gesto se esfumaba al sonre��r su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado �� alimentarse con salaz��n.
Caminaba los primeros d��as por las calles desorientado y vacilante. Tem��a �� los carruajes; le molestaba el roce de los transe��ntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontr��ndolo insufrible, ��l, que hab��a visitado los puertos m��s importantes de los dos hemisferios. Al fin emprend��a instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las ma?anas al abrir la puerta de su casa all�� en la Marina.
En estas excursiones le acompa?aba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles ten��a para ��l cierta m��sica evocadora de su juventud, cuando navegaba como m��dico de trasatl��ntico; chirridos de gr��as, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recib��an igualmente una caricia del pasado al abarcar el espect��culo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pir��mides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercanc��as que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carb��n procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas ca��das de los cajones se corromp��an bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las monta?as de trigo, escapando con medroso aleteo al o��r pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterr��neo, peque?as, finas y blancas como palomas.
El Trit��n iba enumerando �� su sobrino las categor��as y especialidades de los buques. Y al convencerse de que Ulises era capaz de confundir un bergant��n con una fragata, rug��a escandalizado:
--Entonces, ?qu�� diablos os ense?an en el colegio?...
Al pasar junto �� los burgueses de Valencia sentados en los muelles ca?a en mano, lanzaba una mirada de conmiseraci��n al fondo de sus cestas vac��as. All�� en su casa de la costa, antes de que se elevase el sol ya ten��a ��l en el fondo de la barca con qu�� comer toda una semana. ?Miseria de las ciudades!
De pie en los ��ltimos pe?ascos de la escollera, tend��a la vista sobre la inmensa llanura, describiendo �� su sobrino los misterios ocultos en el horizonte. A su izquierda--m��s all�� de los montes azules de Oropesa que limitaban el golfo valenciano--ve��a imaginativamente la opulenta Barcelona, donde ten��a numerosos amigos; Marsella, prolongaci��n de Oriente clavada en Europa; G��nova, con sus palacios escalonados en colinas cubiertas de jardines. Luego su vista se perd��a en el horizonte abierto frente �� ��l. Este camino era el de la dichosa juventud.
Marchando en l��nea recta encontraba �� N��poles, con su monta?a de humo, sus m��sicas y sus bailarinas morenas de pendientes de aro. M��s all��, las islas de Grecia; en el fondo de una calle acu��tica, Constantinopla; y �� continuaci��n, bordeando la gran plaza l��quida del mar Negro, una serie de puertos donde los argonautas olvidaban sus or��genes, sumidos en un hervidero de razas, acariciados por el felinismo de las eslavas, la voluptuosidad de las orientales y la avidez de las hebreas.
A su derecha estaba ��frica. Ve��a los puertos egipcios, con su corrupci��n tradicional que empieza �� removerse y croquear como un pantano f��tido apenas desciende el sol; Alejandr��a, en cuyos cafetuchos bailan las falsas almeas sin m��s ropas que un pa?uelo en la mano, y cada mujer es de una naci��n diferente, y suenan �� coro todos los idiomas de la tierra...
Los ojos del m��dico se apartaban del mar para convergir en su aplastada nariz. Recordaba una noche de calor egipcio, aumentado por los ardores del whisky; el roce de las mercenarias desnudeces; la pelea con otros navegantes rojos y septentrionales; el boxeo ��
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