Mare nostrum | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
estatuas dedicadas al m��s completo estudio hist��rico, el busto de m��rmol para la mejor leyenda en prosa, y hasta el ?bronce de arte? recompensa del estudio filol��gico. Los dem��s s��lo pod��an aspirar �� las sobras.
Por fortuna, se hab��a confinado en la literatura regional, y su inspiraci��n no admit��a otro ropaje que el del verso valenciano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, s��lo la Grecia merec��a su admiraci��n. Una vez al a?o le ve��a Ulises puesto de frac, con el pecho constelado de condecoraciones y una cigarra de oro en la solapa, distintivo de los felibres de Provenza.
Era que se iba �� celebrar la fiesta de la literatura lemosina, en la que desempe?aba siempre un primer papel: vate premiado, discurseante, �� simple ��dolo, al que tributaban sus elogios otros poetas, cl��rigos dados �� la rima, encarnadores de im��genes religiosas, tejedores de seda que sent��an perturbada la vulgaridad de su existencia por el cosquilleo de la inspiraci��n; toda una cofrad��a de vates populares, ingenuos y de estro casero, que recordaban �� los Maestros Cantores de las viejas ciudades alemanas.
Labarta, despu��s de transcurridos doscientos a?os, no hab��a llegado �� perdonar �� Felipe V, d��spota franc��s que reemplaz�� �� los d��spotas austriacos. El hab��a suprimido los fueros de Valencia. ??Borb��n, maldito seas!...? Pero se lo dec��a en verso y en lemos��n, circunstancias atenuantes que le permit��an ser partidario de los sucesores de Felipe el Maldito y haber figurado por unos meses como diputado mudo del gobierno.
Su ahijado se lo imaginaba �� todas horas con una corona de laurel en las sienes, lo mismo que aquellos poetas misteriosos y ciegos cuyos retratos y bustos ornaban la biblioteca. Ve��a perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perd��a todo valor ante la firmeza de sus concepciones. Su padrino deb��a llevar corona cuando ��l no estaba presente. Indudablemente la llevaba �� solas, como un gorro casero.
Otro motivo de admiraci��n eran los viajes del grande hombre. Hab��a vivido en el lejano Madrid--escenario de casi todas las novelas le��das por Ulises--, y cierta vez hasta hab��a pasado la frontera, lanz��ndose audazmente por un pa��s remoto titulado el Mediod��a de Francia, para visitar �� otro poeta que ��l llamaba ?mi amigo Mistral?. Su imaginaci��n, pronta �� il��gica en sus decisiones, envolv��a al padrino en un halo de inter��s heroico semejante al de los conquistadores.
Al sonar las campanadas de las doce, Labarta, que no admit��a informalidades en asuntos de mesa, se impacientaba, cortando el relato de sus viajes y triunfos.
--?Do?a Pepa! Aqu�� tenemos al convidado.
Do?a Pepa era el ama de llaves, la compa?era del grande hombre, que llevaba quince a?os atada al carro de su gloria. Se entreabr��a un cortinaje, y avanzaba una pechuga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Despu��s, mucho despu��s, aparec��a un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al peque?o Ulises con su sonrisa de astro nocturno, segu��a entrando y entrando el complemento dorsal de su persona, cuarenta a?os carnales, frescos, exuberantes, inmensos.
El notario y su esposa hablaban de do?a Pepa como de una persona familiar, pero el ni?o nunca la hab��a visto en su casa. Do?a Cristina elogiaba sus cuidados con el poeta, pero desde lejos y sin deseos de conocerla. Don Esteban excusaba al grande hombre.
--?Qu�� quieres!... Es un artista, y los artistas no pueden vivir como Dios manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos. ?Qu�� l��stima! Un abogado tan eminente... ?El dinero que podr��a ganar!...
Las lamentaciones del padre abrieron nuevos horizontes �� la malicia del peque?o. De un golpe abarc�� el m��vil principal de nuestra existencia, que hasta entonces s��lo hab��a columbrado envuelto en misterios. Su padrino ten��a relaciones con una mujer; era un enamorado como los h��roes de las novelas. Record�� muchas de sus poes��as valencianas, todas dirigidas �� una dama; unas veces cantando su belleza con la embriaguez y la noble fatiga de una reciente posesi��n; otras quej��ndose de su desv��o, pidi��ndole la entrega de su alma, sin la cual no es nada la limosna del cuerpo.
Ulises se imagin�� una gran se?ora, hermosa como do?a Constanza. Cuando menos, deb��a ser marquesa. Su padrino bien merec��a esto. Y se imagin�� igualmente que sus encuentros deb��an ser por la ma?ana, en uno de los huertos de fresas inmediatos �� la ciudad, adonde le llevaban sus padres �� tomar chocolate despu��s de o��r la primera misa en los amaneceres dominicales de Abril y Mayo.
Mucho despu��s, cuando sentado �� la mesa del padrino sorprendi�� cruz��ndose sobre su cabeza las sonrisas de ��ste y el ama de llaves, lleg�� �� sospechar si do?a Pepa ser��a la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusi��stico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposici��n. No, no era posible; forzosamente deb��a existir otra.
El notario, que llevaba largos a?os de amistad con Labarta, pretend��a dirigirle con su esp��ritu
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