hac��a balancearse, imitando con la boca los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un gale��n, una nave, tal como los hab��a visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figur��n tallado en el avante, que se hund��a en las olas para reaparecer chorreando.
El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada �� pico de un arc��n, el golfo triangular de dos c��modas, la blanda playa de unos fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulaci��n tan numerosa como irreal, saltaba �� tierra tizona en mano, escalando unas monta?as de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios vol��menes con el regat��n de una lanza vieja para plantar su estandarte. ?Por qu�� no hab��a de ser conquistador?...
In��tilmente acud��an �� su memoria fragmentos de conversaci��n entre su padrino y su padre, seg��n los cuales todo era conocido en la superficie de la tierra. Algo, sin embargo, quedar��a por descubrir. El era el punto de encuentro de dos l��neas de marinos. Los hermanos de su madre ten��an barcos en la costa de Catalu?a. Los abuelos de su padre hab��an sido valerosos y obscuros navegantes, y all�� en la Marina estaba su t��o el m��dico, un verdadero hombre de mar.
Al fatigarse de estas org��as imaginativas, contemplaba los retratos de diversas ��pocas almacenados en el desv��n. Prefer��a los de mujeres: damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pint�� Vel��zquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la basilisa parec��a esparcirse por estos cuadros. Todas las damas ten��an algo de ella.
Entre los retratos de hombres hab��a un obispo que le molestaba por su edad absurda. Era casi de sus a?os; un obispo adolescente, con ojos imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo mismo decidi�� acabar con ellos: ??Toma!? Y clav�� su espada en el viejo cuadro, a?adiendo �� sus desconchados dos agujeros en el lugar de las pupilas. Todav��a, para mayor remordimiento, a?adi�� unas cuantas cuchilladas... En la misma noche, estando su padrino invitado �� cenar, el notario habl�� de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de J��tiva, ciudad que miraba con inter��s por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la misma opini��n. Aquel prelado casi infantil no pod��a ser otro que C��sar Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando ten��a diez y seis a?os. Un d��a que estuviesen libres examinar��an con detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sinti�� que se le atragantaban los bocados.
Ir �� casa del padrino representaba para ��l un placer m��s intenso y palpable que los juegos solitarios del desv��n. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificaci��n de la vida ideal, de la gloria de la poes��a. El notario hablaba de ��l con entusiasmo, compadeci��ndole al mismo tiempo.
--?Ese don Carmelo!... El primer civilista de nuestra ��poca. A espuertas podr��a ganar el dinero, pero los versos le atraen m��s que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoci��n. Sobre las filas de libros multicolores y dorados que cubr��an las paredes ve��a unas cabezotas de yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parec��an contemplar la nada inmensa.
El ni?o repet��a sus nombres como un pedazo de santoral, desde Homero �� V��ctor Hugo. Despu��s buscaba con su vista otra cabeza igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herp��ticas que en ciertos momentos echaban �� volar las pel��culas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acog��an �� Ulises con el amor de un solter��n que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le hab��a dado en la pila bautismal su nombre, que tanta admiraci��n y risa despertaba en los compa?eros de colegio; ��l quien le hab��a contado muchas veces las aventuras del navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata �� su nieto la vida del santo onom��stico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoci��n todos los recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro, copas argentinas, desnudeces marm��reas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre del poeta Labarta. Todo este bot��n lo hab��a conquistado �� punta de verso en los cert��menes, como guerrero incansable de las letras.
Al anunciarse unos Juegos Florales temblaban los competidores, temiendo que al gran don Carmelo se le ocurriese apetecer alguno de los premios. Con asombrosa facilidad se llevaba la flor natural destinada �� la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de
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