Mare nostrum | Page 5

Vicente Blasco Ibáñez
castillo medioeval--todo lo medioeval que fuese posible--en las costas de la Marina, junto al pueblo donde hab��a nacido, colocar��a cada objeto en un lugar digno de su importancia.
Lo que el notario iba dejando en las habitaciones del primer piso aparec��a misteriosamente en el desv��n, como si le hubiesen salido patas. Do?a Cristina y sus sirvientas, obligadas �� vivir en continua pelea con el polvo y las telara?as de un edificio que se desmenuzaba poco �� poco, sent��an un odio feroz contra todo lo viejo.
Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachos por falta de disfraces. No ten��an mas que hundir sus manos en cualquiera de los arcones que lat��an con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unos bland��an espadines de pu?os de n��car �� largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmes�� obscurecidas por los a?os. Otros se echaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradora con gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que cruj��an como papel.
Cuando se cansaban de imitar �� los c��micos con ruidoso choque de espadas y ca��das de muerte, Ulises y otros amantes de la acci��n propon��an el juego de ?ladrones y alguaciles?. Los ladrones no pod��an ir vestidos con ricas telas, su uniforme deb��a ser modesto. Y revolv��an unos montones de trapos de colores apagados que parec��an arpilleras. En las diversas manchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes de un verde met��lico.
Don Esteban hab��a encontrado estos fragmentos rotos ya por los labradores para tapar tinajas de aceite �� servir de mantas �� las mulas de labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba ��nicamente por respeto hist��rico. El tapiz carec��a entonces de m��rito, como todas las cosas que abundan. Los roperos de Valencia ten��an en sus almacenes docenas de pa?os de la misma clase, y al llegar la fiesta del Corpus cubr��an con ellos las vallas de los terrenos sin edificar en las calles seguidas por la procesi��n.
Otras veces, Ulises repet��a el mismo juego con el t��tulo de ?indios y conquistadores?. Hab��a encontrado en los montones de libros almacenados por su padre un volumen que relataba, �� dos columnas, con abundantes grabados en madera, las navegaciones de Col��n, las guerras de Hern��n Cort��s, las haza?as de Pizarro.
Este libro influy�� en el resto de su existencia. Muchas veces, siendo hombre, encontr�� su imagen latente en el fondo de sus actos y sus deseos. En realidad, s��lo hab��a le��do algunos fragmentos. Para ��l lo interesante eran los grabados, m��s dignos de su admiraci��n que todos los cuadros del desv��n.
Con la punta de su estoque trazaba en el suelo una l��nea, lo mismo que Pizarro en la isla del Gallo ante sus desalentados compa?eros, prontos �� desistir de la conquista. ?Que todo buen castellano pase esta raya...? Y los buenos castellanos--una docena de pilluelos con largas capas y tizonas, cuya empu?adura les llegaba �� la boca--ven��an �� agruparse en torno del caudillo, que imitaba los gestos heroicos del conquistador. Luego surg��a el grito de guerra: ??Sus, �� los indios!?
Estaba convenido que los indios deb��an huir: para eso iban envueltos modestamente en un trozo de tapiz y llevaban en la cabeza plumas de gallo. Pero hu��an traidoramente, y al verse sobre vargue?os, mesas y pir��mides de sillas, empezaban �� disparar vol��menes contra sus perseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios de blanco pergamino, se abr��an al caer en el suelo, rompi��ndose sus nervios, esparciendo una lluvia de p��ginas impresas �� manuscritas, de amarillentos grabados, como si soltasen la sangre y las entra?as, cansados de vivir.
El esc��ndalo de estas guerras de conquista atrajo la intervenci��n de do?a Cristina. Ya no quiso admitir m��s �� unos diablos que prefer��an las gritonas aventuras del desv��n �� las delicias m��sticas de la abandonada capilla. Los indios eran los m��s dignos de execraci��n. Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores, hab��an acabado por meter sus tijeras pecadoras en tapices enteros, cort��ndose varias dalm��ticas de modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de h��roe �� de diosa.
Ulises, al quedar sin compa?eros, encontr�� un nuevo encanto �� la vida en el desv��n. El silencio poblado de chasquidos de maderas y correteos de animales invisibles, la ca��da inexplicable de un cuadro �� de unos libros apilados, le hac��an paladear una sensaci��n de miedo y de misterio nocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los tragaluces.
En esta soledad se encontraba mejor. Pod��a poblarla �� su capricho. Le estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensue?o hermoso. El desv��n era un mundo con varios siglos de existencia, que le pertenec��a por entero y se plegaba �� todas sus fantas��as.
Metido en un cofre sin tapa, lo
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