Mare nostrum | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez
como ligeros vapores, como d��biles burbujas del l��gamo que duerme en el fondo de toda infancia y se remonta �� la superficie con las fermentaciones de la juventud.
Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegos y lecturas.
--?Ah, comediante!... ?Ah, historiero!... Eres igual �� tu padrino.
Dec��a esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente su menosprecio por los idealismos in��tiles y su respeto �� los artistas; un respeto semejante �� la veneraci��n que sienten los ��rabes por los locos, viendo en su demencia un regalo de Dios.
Do?a Cristina ansiaba que este hijo ��nico, objeto de mimos y cuidados como un pr��ncipe heredero, fuese sacerdote. ?Verle cantar la primera misa!... Luego can��nigo; luego prelado. ?Qui��n sabe si, cuando ella no existiese, otras mujeres le admirar��an precedido de una cruz de oro, arrastrando el manto rojo de cardenal-arzobispo, rodeado de un estado mayor de sobrepellices, y envidiar��an �� la madre que hab��a dado �� luz este magnate eclesi��stico!...
Para guiar las aficiones de su hijo hab��a instalado una iglesia en uno de los salones in��tiles del caser��n. Los compa?eros de colegio de Ulises acud��an en las tardes libres, atra��dos doblemente por el encanto de ?jugar �� los curas? y por la merienda generosa que preparaba do?a Cristina para dejar satisfecho �� todo el clero parroquial.
La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas montadas en una puerta del sal��n. Los clientes del notario, sentados en el entresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear �� toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El met��lico estr��pito hac��a temblar aquel edificio, cuyos rincones parec��an repletos de silencio, y conmov��a la calle, por la que s��lo de tarde en tarde pasaba un carruaje.
Mientras unos encend��an las velas del altar y desdoblaban los sagrados manteles con primorosas randas, obra de do?a Cristina, el hijo y sus amigos m��s ��ntimos se revest��an �� la vista de los fieles, cubri��ndose con albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciosos bonetes. La madre, que espiaba detr��s de una puerta, ten��a que hacer esfuerzos para no entrar y comerse �� besos �� Ulises. ?Con qu�� gracia imitaba los gestos y genuflexiones del sacerdote principal!...
Hasta aqu�� todo iba perfectamente. Cantaban �� pleno pulm��n los tres oficiantes junto �� la pir��mide de luces, y el coro de fieles respond��a desde el fondo de la pieza con temblores de impaciencia. De pronto surg��a la protesta, el cisma, la herej��a. Ya hab��an hecho bastante de capellanes los que estaban en el altar. Deb��an ceder las casullas �� los que miraban, para que, �� su vez, ejerciesen el sagrado ministerio. Esto era lo tratado. Pero el clero se resist��a al despojo con la altivez y la majestad de los derechos adquiridos, y las manos imp��as tiraban de las santas vestiduras, profan��ndolas hasta rasgarlas. Gritos, coces, im��genes y cirios por el suelo, esc��ndalo y abominaci��n, como si ya hubiese nacido el Anticristo. La prudencia de Ulises pon��a t��rmino �� la lucha. ??Si fu��semos �� jugar al p��rche?...?
El p��rche era el inmenso desv��n del caser��n. Todos aceptaban con entusiasmo. ?Se acab�� la iglesia! Y como una bandada de p��jaros, volaban escalera arriba, sobre unos pelda?os de azulejos multicolores con redondeles de barniz saltado que mostraban la roja pasta del ladrillo. Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los hab��an ornado con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores de blanca peluca que ofrec��an flores �� una labradora, frutas de todas clases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad de su cuerpo ante casas y ��rboles que apenas llegaban �� las rodillas del corcel.
Se esparc��a el ruidoso grupo por el ��ltimo piso como las m��s horrendas invasiones de la Historia. Gatos y ratas hu��an por igual �� los rincones. Los p��jaros, despavoridos, sal��an como flechas por los tragaluces del techo.
?Pobre notario!... Jam��s hab��a vuelto con las manos vac��as cuando era llamado fuera de la ciudad por la confianza de los labriegos ricos, incapaces de creer en otra ciencia jur��dica que no fuese la suya. Era el tiempo en que los comerciantes de antig��edades no hab��an descubierto a��n la rica Valencia, donde la gente popular se visti�� de seda durante siglos, y muebles, ropas y cacharros parec��an impregnarse de la luz de un sol siempre igual, del azul de un ambiente siempre sereno.
Don Esteban, que se cre��a obligado �� ser anticuario en su calidad de individuo de varias sociedades regionales, iba llenando su casa con los restos del pasado adquiridos en los pueblos �� que le ofrec��an espont��neamente sus clientes. No encontraba ya para los cuadros paredes libres, ni espacio en sus salones para los muebles. Por esto las nuevas adquisiciones tomaban el camino del p��rche, provisionalmente, en espera de una instalaci��n definitiva. A?os despu��s, cuando al retirarse de la profesi��n pudiera construir un
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 181
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.