Los pazos de Ulloa | Page 7

Emilia Pardo Bazán
los dedos de la mano cada diez. Pero el molimiento del cuerpo le hac��a apetecer las gruesas y frescas s��banas, y omiti�� la letan��a, los actos de fe y alg��n padrenuestro. Desnud��se honestamente, colocando la ropa en una silla a medida que se la quitaba, y apag�� el vel��n antes de echarse. Entonces empezaron a danzar en su fantas��a los sucesos todos de la jornada: el caballejo que estuvo a punto de hacerle besar el suelo, la cruz negra que le caus�� escalofr��os, pero sobre todo la cena, la bulla, el ni?o borracho. Juzgando a las gentes con quienes hab��a trabado conocimiento en pocas horas, se le figuraba Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad de Ulloa sobrado bebedor y nimiamente amigo de la caza, los perros excesivamente atendidos, y en cuanto al marqu��s.... En cuanto al marqu��s, Juli��n recordaba unas palabras del se?or de la Lage:
--Encontrar�� usted a mi sobrino bastante adocenado.... La aldea, cuando se cr��a uno en ella y no sale de all�� jam��s, envilece, empobrece y embrutece.
Y casi al punto mismo en que acudi�� a su memoria tan severo dictamen, arrepinti��se el capell��n, sintiendo cierta penosa inquietud que no pod��a vencer. ?Qui��n le mandaba formar juicios temerarios? ��l ven��a all�� para decir misa y ayudar al marqu��s en la administraci��n, no para fallar acerca de su conducta y su car��cter.... Con que... a dormir...

-III-
Despert�� Juli��n cuando entraba de lleno en la habitaci��n un sol de oto?o dorado y apacible. Mientras se vest��a, examinaba la estancia con alg��n detenimiento. Era vast��sima, sin cielo raso; alumbr��banla tres ventanas guarnecidas de anchos poyos y de vidrieras faltosas de vidrios cuanto abastecidas de remiendos de papel pegados con obleas. Los muebles no pecaban de suntuosos ni de abundantes, y en todos los rincones permanec��an se?ales evidentes de los h��bitos del ��ltimo inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capell��n del marqu��s: puntas de cigarros adheridas al piso, dos pares de botas inservibles en un rinc��n, sobre la mesa un paquete de p��lvora y en un poyo varios objetos cineg��ticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo mal curtida y peor oliente. Am��n de estas reliquias, entre las vigas pend��an p��lidas telara?as, y por todas partes descansaba tranquilamente el polvo, ense?oreado all�� desde tiempo inmemorial.
Miraba Juli��n las huellas de la incuria de su antecesor, y sin querer acusarle, ni tratarle en sus adentros de cochino, el caso es que tanta porquer��a y rusticidad le infund��a grandes deseos de primor y limpieza, una aspiraci��n a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma. Juli��n pertenec��a a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y pudores de doncella intacta. No habi��ndose descosido jam��s de las faldas de su madre sino para asistir a c��tedra en el Seminario, sab��a de la vida lo que ense?an los libros piadosos. Los dem��s seminaristas le llamaban San Juli��n, a?adiendo que s��lo le faltaba la palomita en la mano. Ignoraba cu��ndo pudo venirle la vocaci��n; tal vez su madre, ama de llaves de los se?ores de la Lage, mujer que pasaba por beatona, le empuj�� suavemente, desde la m��s tierna edad, hacia la Iglesia, y ��l se dej�� llevar de buen grado. Lo cierto es que de ni?o jugaba a cantar misa, y de grande no par�� hasta conseguirlo. La continencia le fue f��cil, casi insensible, por lo mismo que la guard�� inc��lume, pues sienten los moralistas que es m��s hacedero no pecar una vez que pecar una sola. A Juli��n le ayudaba en su triunfo, am��n de la gracia de Dios que ��l solicitaba muy de veras, la endeblez de su temperamento linf��tico-nervioso, puramente femenino, sin ardores ni rebeld��as, propenso a la ternura, dulce y benigno como las propias malvas, pero no exento, en ocasiones, de esas energ��as s��bitas que tambi��n se observan en la mujer, el ser que posee menos fuerza en estado normal, y m��s cantidad de ella desarrolla en las crisis convulsivas. Juli��n, por su compostura y h��bitos de pulcritud-aprendidos de su madre, que le sahumaba toda la ropa con espliego y le pon��a entre cada par de calcetines una manzana camuesa--cogi�� fama de seminarista pollo, m��xime cuando averiguaron que se lavaba mucho manos y cara. En efecto era as��, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, ��l extender��a las abluciones frecuentes al resto del cuerpo, que procuraba traer lo m��s aseado posible.
El primer d��a de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo de la carretera que tra��a adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba art��culo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Juli��n por all�� m��s que una palangana de hojalata, a la cual serv��a de palanganero el poyo. Ni jarra, ni tohalla,
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