Los muertos mandan | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
de su rostro moreno, y rompi�� a re��r... ?Qu�� se?or tan alegre! Lo mismo que su abuelo. Dec��a las cosas m��s estupendas e incre��bles con una seriedad que enga?aba a las gentes. ?Y ella, pobre boba, que hab��a cre��do tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento era mentira...
--No, mad��. Me caso con una chueta... Me caso con la hija de don Benito Valls. Para eso ir�� hoy a Valldemosa.
La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento t��mido con que susurr�� tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Qued�� ��sta con la boca abierta, los brazos ca��dos, sin fuerzas para levantar las manos ni los ojos.
--?Se?or... Se?or... Se?or!...
Le era imposible decir m��s. Crey�� que hab��a sonado un trueno, haciendo estremecerse la vieja casa; que un nubarr��n acababa de pasar ante el sol, obscureci��ndolo; que el mar se volv��a plomizo, avanzando en encrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo mismo, que s��lo ella se hab��a conmovido con esta noticia estupenda, digna de trastornar el orden de lo existente.
--?Se?or... Se?or... Se?or!...
Y agarrando el vac��o taz��n y los restos del pan, ech�� a correr, deseosa de refugiarse cuanto antes en la cocina. Despu��s de o��r tales horrores, la casa le inspiraba miedo. Deb��a andar alguien por los venerables salones de la otra parte del edificio: alguien que ella no pod��a saber qui��n fuese, pero que seguramente acababa de despertar de un sue?o de siglos. Aquel palacio ten��a un alma. Cuando la vieja quedaba sola en ��l, cruj��an los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapices movidos por su cara oculta, vibraba en un rinc��n un arpa dorada de la abuela de don Jaime, y ella no sent��a miedo nunca, porque los Febrer hab��an sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ?Pero ahora, despu��s de o��r tales cosas!... Pensaba con cierta inquietud en los retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ?Qu�� cara la de aquellos se?ores, si hab��an llegado hasta ellos las palabras de su descendiente!
Mad�� Antonia acab�� por serenarse, bebiendo los restos del caf�� preparado para el se?or. Ya no ten��a miedo, pero sent��a honda tristeza por la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte. ?Acabar de este modo la casa de los Febrer! ?Y Dios pod��a tolerar tales cosas?... Cierto desprecio por el se?or vino a sobreponerse moment��neamente al antiguo cari?o. Al fin, un calavera olvidado de la religi��n y las buenas costumbres, que hab��a derrochado lo que restaba de la fortuna de su casa. ?Qu�� iban a decir sus ilustres parientes? ?Qu�� verg��enza la de su t��a do?a Juana, aquella noble se?ora--la m��s santa y linajuda de la isla--a la que, unos por burla y otros por exceso de veneraci��n, llamaban ?la Papisa?!
--Adi��s, mad��... Al anochecer estar�� de vuelta.
La vieja salud�� con un gru?ido a Jaime, que asomaba la cabeza para despedirse. Luego, vi��ndose sola, levant�� los brazos, invocando la ayuda de la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, y del portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros hab��a realizado durante sus predicaciones en Mallorca. ?Uno m��s, santo prodigioso, para evitar la monstruosidad que proyectaba su se?or!... ?Que cayese un pedrusco de las monta?as, interceptando para siempre el camino de Valldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don Jaime entre cuatro hombres... todo antes que aquella verg��enza!
Febrer atraves�� el recibimiento, abri�� la puerta de la escalera y empez�� a descender los suaves pelda?os. Sus abuelos, como todos los nobles de la isla, constru��an en grande. La escalera y el zagu��n ocupaban una tercera parte de los bajos de la casa. Una especie de loggia a la italiana, con cinco arcos sostenidos por delgadas columnas, extend��ase a la terminaci��n de la escalera, abri��ndose en sus extremos las dos puertas que daban acceso a las dos alas superiores del edificio. En el centro de su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente a la puerta de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con un farol��n de hierro forjado.
Jaime, al descender, chocaba su bast��n en la piedra arenisca de los escalones o tocaba las grandes ��nforas barnizadas que adornaban los rellanos, y ��stas devolv��an el golpe con una sonoridad de campana. La baranda de hierro, oxidada por los a?os y deshaci��ndose en herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alv��olos, con el ruido de los pasos.
Al llegar al zagu��n, Febrer se detuvo. La extrema resoluci��n que hab��a adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre, le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba indiferente.
En ninguna parte del edificio se notaba como aqu�� la antigua prosperidad. El zagu��n, enorme cual una plaza, pod��a admitir m��s de una docena de carrozas y todo un escuadr��n de jinetes.
Doce
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