Los muertos mandan | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
predio que constitu��a la ��ltima fortuna de la casa. Todo lo deb��a el r��stico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos dif��ciles, olvidaba a sus buenos se?ores.
Jaime sigui�� mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer. Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar ��l como due?o. El predio, situado en el centro de la isla--la mejor finca heredada de sus padres, la que llevaba el nombre de la familia--, lo ten��a hipotecado e iba a perderlo de un momento a otro. La renta, escasa y corta, conforme a los usos tradicionales, serv��ale para pagar ��nicamente una exigua parte del inter��s de los pr��stamos, engrosando el resto la cuant��a de la deuda. Quedaban las aldehalas, los pagos en especie que el pay��s deb��a hacerle, siguiendo costumbres antiguas, y con ellos se manten��an ��l y mad�� Antonia, perdidos en el inmenso caser��n que hab��a sido hecho para albergar una tribu. En Navidad y en Pascua de Resurrecci��n recib��a una pareja de corderos acompa?ados de una docena de aves de corral; en el oto?o dos cerdos bien cebados para la matanza, y todos los meses huevos y una cantidad de harina, a m��s de los frutos de la estaci��n. Con estas aldehalas, unas consumidas en la casa y otras vendidas por la sirviente, iban sosteni��ndose Jaime y mad�� Antonia en la soledad del palacio, aislados de la curiosidad p��blica, como dos n��ufragos perdidos en un islote. Las ofrendas en especie se retrasaban cada vez m��s. El pay��s, con ese ego��smo r��stico propenso a huir de la desgracia, hac��ase el remol��n, evitando el cumplimiento de sus obligaciones. Sab��a que el mayorazgo ya no era el verdadero amo de Son Febrer, y muchas veces, al llegar a la ciudad con sus presentes, torc��a el camino, yendo a depositarlos en las casas de los acreedores, temibles personajes a los que deseaba tener propicios.
Jaime mir�� con tristeza a la servidora, que permanec��a erguida ante ��l. Era una antigua payesa que a��n conservaba el traje de su pueblo: jub��n obscuro, con doble fila de botones en las mangas; falda clara y rameada, y cubriendo su cabeza el rebocillo, blanco velo sujeto al cuello y al pecho, por debajo del cual se escapaba la gruesa trenza--que llevaba postiza y muy negra--rematada por largas cintas de terciopelo.
--?Miserias, mad�� Antonia!--dijo el se?or en el mismo lenguaje--. Todos huyen de los pobres, y el mejor d��a, si ese tuno no trae lo que nos debe, tendremos que comernos uno a otro, lo mismo que si fu��semos n��ufragos.
La vieja sonri��: ?El se?or siempre alegre.? En esto era un vivo retrato de su abuelo don Horacio, eternamente serio, con una cara que met��a miedo, ?pero diciendo unas cosas!...
--Esto debe acabar--prosigui�� Jaime, sin hacer caso de la alegr��a de la sirviente--. Esto acabar�� hoy mismo; estoy decidido... S��belo, mad��, antes de que la noticia corra: me caso.
La criada junt�� las manos devotamente para expresar su asombro y elev�� la mirada al techo. ?Sant��simo Cristo de la Sangre! Ya era hora... Antes deb��a haberlo hecho, y otro ser��a el estado de la casa. Despert��se en ella la curiosidad, y pregunt�� con una avidez de campesina:
--?Es rica?...
El gesto afirmativo del se?or no la sorprendi��. Forzosamente hab��a de ser rica. S��lo una mujer que llevase con ella una gran fortuna pod��a aspirar a unirse con el ��ltimo de los Febrer, que hab��an sido los hombres m��s notables de la isla y tal vez del mundo entero.
La pobre mad�� pens�� en su cocina, pobl��ndola instant��neamente con la imaginaci��n de vasijas de cobre brillantes como oro, vi��ndola con todos los fogones encendidos, llena de muchachas de brazos arremangados, el rebocillo atr��s, la trenza flotante, y ella en medio, sentada en un sill��n, dando ��rdenes y aspirando el deleitoso tufillo de las cacerolas.
--?Ser�� joven!--afirm�� la vieja, para sacar m��s noticias a su se?or.
--S��, joven; mucho m��s joven que yo; demasiado joven: unos veintid��s a?os. Poco me falta para poder ser su padre.
Mad�� hizo un gesto de protesta. Don Jaime era el hombre m��s guapo de la isla. Lo dec��a ella, que le hab��a admirado desde los tiempos en que iba con pantal��n corto y lo llevaba de la mano a pasear entre los pinos inmediatos al castillo de Bellver. Era un Febrer, de aquella familia de se?orones arrogantes, y con esto quedaba dicho todo.
--?Y es de buena casa?--sigui�� preguntando para forzar el laconismo de su se?or--. Familia de caballeros indudablemente; de lo mejorcito de la isla... Pero no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Alg��n noviazgo de cuando usted viv��a all��.
Jaime qued�� indeciso unos instantes, palideci��, y luego dijo con ruda energ��a, para ocultar su turbaci��n:
--No, mad��... Es una chueta.
Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra vez la Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se dilataron las arrugas
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