siglo--, otro retrato de hembra famosa de la familia. Era una ni?a de blanca peluqu��ta, vestida de mujer, con la falda plegada y los grandes ahuecadores de las damas del siglo XVIII. Estaba junto a una mesa, al lado de un b��caro de flores, y sosten��a con la exang��e diestra una rosa igual a un tomate, mirando ante ella con ojillos porcelanescos de mu?eca. A ��sta la hab��an llamado ?la Latina?. La cartela del retrato hablaba, en el estilo ampuloso de la ��poca, de su discreci��n y su ciencia, acabando por llorar su muerte a los once a?os. Las hembras eran como reto?os secos en el tronco vigoroso de los Febrer, peleadores y exuberantes. La sabidur��a se agostaba pronto en esta familia de marinos y guerreros, como planta que surge por equivocaci��n en un clima adverso.
Preocupado por sus pensamientos de la noche anterior y por el pr��ximo viaje a Valldemosa, Jaime se detuvo en el recibimiento contemplando los retratos de sus ascendientes. ?Cu��nta gloria... y cu��nto polvo! Hac��a veinte a?os tal vez que un trapo misericordioso no se hab��a remontado a lo largo de la ilustre familia para adecentarla un poco. Los abuelos m��s remotos y las batallas famosas estaban cubiertos de telara?as. ?Y pensar que los prestamistas no hab��an querido adquirir este museo de glorias, con el pretexto de que eran pinturas malas! ?No poder traspasar estos recuerdos a ciertos ricos ansiosos de crearse un origen ilustre!...
Jaime atraves�� el recibimiento, entrando en las habitaciones del ala opuesta. Eran piezas de techo m��s bajo; ten��an encima un segundo piso, ocupado en otros tiempos por el abuelo de Febrer; habitaciones relativamente modernas, con muebles viejos de estilo Imperio y en las paredes estampas iluminadas del per��odo rom��ntico representando las desventuras de ��tala, los amores de Matilde y las haza?as de Hern��n Cort��s. Sobre las c��modas ventrudas ve��anse santos policromos y crucifijos de marfil, entre polvorientas flores de trapo, bajo campanas de cristal. Una panoplia de ballestas, flechas y cuchillos recordaba a un Febrer, capit��n de corbeta del rey, que hizo un viaje alrededor del mundo a fines del siglo XVIII. Conchas purp��reas, caracolas de mar enormes, con entra?as de n��car, adornaban las mesas.
Siguiendo un corredor, camino de la cocina, dej�� a un lado la capilla, que estaba cerrada muchos a?os, y al otro la puerta del archivo, vasta pieza cuyas ventanas daban sobre el jard��n, y en la que hab��a pasado Jaime, de vuelta de sus viajes, muchas tardes, revolviendo legajos guardados tras el enrejado de alambre de vetustas estanter��as. Se asom�� a la cocina, inmensa dependencia donde se preparaban en otros tiempos los famosos banquetes de los Febrer, rodeados de par��sitos y generosos con todos los amigos que llegaban a la isla. Mad�� Antonia parec��a m��s peque?a en esta habitaci��n de dilatados t��rminos, junto a la gran chimenea del hogar, que pod��a admitir un mont��n enorme de troncos, asando a la vez varias piezas. Los bancos de hornillos pod��an servir para toda una comunidad. El fr��o aseo de esta dependencia demostraba su falta de uso. En las paredes, grandes escarpias delataban la ausencia de las vasijas de cobre que hab��an sido en otros tiempos gloria esplendorosa de esta cocina conventual. La vieja criada hac��a sus guisos en un peque?o hornillo al lado de la artesa en la que amasaba el pan.
Jaime dio un grito a mad�� Antonia para avisarle su presencia, y se introdujo en una habitaci��n inmediata, el peque?o comedor que hab��an utilizado los ��ltimos Febrer, venidos a menos en su fortuna, huyendo del gran sal��n donde se celebraban los antiguos banquetes.
Tambi��n aqu�� era visible el paso de la miseria. La mesa larga hall��base cubierta con un hule resquebrajado, de dudosa blancura. Los aparadores estaban casi vac��os. La antigua loza, al romperse, hab��a sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricaci��n. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rect��ngulos balance��banse pausadamente las ramas de unas palmeras. M��s all�� marc��banse en el horizonte las alas blancas de una goleta que ven��a hacia Palma lentamente, como una gaviota fatigada.
Entr�� mad�� Antonia, dejando sobre la mesa un taz��n humeante de caf�� con leche y una gran rebanada de pan cubierta de manteca. Jaime atac�� el desayuno con avidez, y al mascar el pan hizo un gesto de desagrado. Mad�� asinti�� con un movimiento de cabeza, rompiendo a hablar en su lenguaje mallorqu��n.
--Muy duro, ?verdad?... Aquel pan no pod��a compararse con los panecillos que com��a el se?or en el Casino; mas la culpa no era de ella. Pensaba haber amasado el d��a anterior, pero no ten��a harina y estaba esperando que el pay��s de Son Febrer trajese su tributo. ?Las gentes ingratas y olvidadizas!...
La vieja servidora insisti�� en su desprecio al labriego cultivador de Son Febrer,
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