abordaje. El disparo de ca?ones y trabucos cortaba con lenguas rojas el humo del combate. En otros lienzos no menos obscuros ve��anse castillos arrojando llamas por sus troneras, y al pie de ellos guerreros con la cruz blanca de ocho puntas sobre la coraza, tan grandes casi como las torres, y aplicando a ��stas sus escalas para subir al asalto.
Los cuadros ten��an a un lado cartelas blancas con los mismos remates plegados de un escudo de armas, y en ellas, escrito en defectuosas may��sculas, el relato del suceso: encuentros victoriosos con galeras del Gran Turco o con piratas pisanos, genoveses y vizca��nos; guerras en Cerde?a; asaltos de Buj��a y de Tedeliz; y en todas estas empresas era un Febrer el que dirig��a a los combatientes o se hac��a notar por su hero��smo, descollando sobre todos el comendador don Pr��amo, h��roe endiablado, burl��n y poco religioso, que hab��a sido la gloria y la verg��enza de la casa.
Alternando con estas escenas belicosas estaban los retratos de la familia. En la parte m��s alta, tocando a una fila de viejos lienzos de evangelistas y m��rtires, que formaban un friso, mostr��banse los Febrer m��s antiguos, venerables mercaderes de Mallorca pintados algunos siglos despu��s de su muerte, graves varones de nariz judaica y ojos agudos, con joyas sobre el pecho y altos gorros de aspecto oriental. A continuaci��n ven��an los hombres de armas, los navegantes de espada, con la cabellera al rape y el perfil de p��jaro de presa, todos vistiendo armadura de negro acero y algunos con la blanca cruz de Malta. De retrato en retrato, los rostros se iban afinando, sin perder la frente abombada y la nariz imperiosa de la familia. El cuello de la camisa, ancho, fl��cido y de burdo tejido, iba elev��ndose con el serpenteo almidonado de la rizada gola; la coraza se convert��a en justillo de terciopelo o seda; las barbas duras y anchas, a la moda del Emperador, troc��banse en agudas perillas y empinados bigotes, a los que serv��an de marco suaves guedejas.
Entre los rudos hombres de guerra y los elegantes caballeros resaltaban los h��bitos negros de ciertos eclesi��sticos con bigotes y barbillas, ostentando altos bonetes de borla. Unos eran dignatarios eclesi��sticos de Malta, a juzgar por la insignia blanca que adornaba su pecho; otros, venerables inquisidores de Mallorca, seg��n la leyenda que ensalzaba su celo en pro de la fe. Despu��s de todos estos se?ores negros, de gesto imponente y ojos duros, ven��a el desfile de pelucas blancas, de rostros ani?ados por la rasura, de vistosas casacas de seda y oro adornadas con bandas y condecoraciones. Eran regidores perpetuos de la ciudad de Palma; marqueses cuyo marquesado hab��a perdido la familia con los entronques matrimoniales, yendo sus t��tulos a fundirse con otros de la nobleza de la Pen��nsula; gobernadores, capitanes generales y virreyes de pa��ses americanos y oce��nicos, cuyos nombres despertaban una visi��n de fant��sticas riquezas; entusiastas botiflers partidarios de Felipe V, que hab��an tenido que huir de Mallorca, apoyo postrero de los Austrias, y ostentaban como supremo t��tulo nobiliario el apodo de butifarras dado por el populacho hostil.
Cerrando el glorioso desfile, casi a ras de los muebles, estaban los ��ltimos Febrer de principios del siglo XIX, oficiales de la Armada, de cortas patillas, rizos sobre la frente, alto cuello con anclas de oro y negro corbat��n, que hab��an peleado en el cabo de San Vicente y en Trafalgar; y tras ellos el bisabuelo de Jaime, un viejo de ojos duros y boca desde?osa, que al volver Fernando VII de su cautiverio en Francia se hab��a embarcado para prosternarse a sus pies en Valencia, pidiendo con otros grandes se?ores que restableciese los usos antiguos y exterminase la naciente plaga del liberalismo. Era un patriarca prol��fico, que hab��a prodigado su sangre en varios distritos de la isla persiguiendo a las payesas, sin perder nada de su gravedad, y al dar a besar la mano a algunos de los hijos leg��timos que viv��an en su casa y llevaban su apellido, dec��a con voz solemne: ??Dios te haga un buen inquisidor!?
Entre estos retratos de los Febrer ilustres ve��anse algunos de mujeres. Eran se?oras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Vel��zquez. Una que emerg��a su busto fr��gil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y p��lida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que hab��an apodado ?la Greca? por su sabidur��a en letras hel��nicas. Su t��o, fray Espiridi��n Febrer, prior de Santo Domingo, gran lumbrera de la ��poca, hab��a sido su maestro, y ?la Greca? pod��a escribir en su idioma a los corresponsales de Oriente que a��n manten��an con Mallorca un mortecino comercio.
Jaime encontraba con su vista algunos lienzos m��s all��--distancia que representaba el paso de un
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