el arreglo de su persona, sali�� del dormitorio. Cruz�� un sal��n vast��simo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a trav��s de los montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra, mientras las paredes brillaban como un jard��n de vivos colores, cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tama?o natural. Eran escenas mitol��gicas y b��blicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparec��an ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.
Febrer mir�� al pasar con ojos ir��nicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hac��a m��s de un a?o que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenec��an a ciertos usureros de Palma, que los hab��an dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagar��a con m��s esplendidez al imagin��rselos adquiridos directamente de su due?o. Jaime no era m��s que un depositario, amenazado con la c��rcel en caso de infidelidad en su custodia.
Al llegar al centro del sal��n dio un peque?o rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empez�� a re��r viendo que no hab��a nada que interrumpiese su paso. Un mes antes a��n estaba all�� una mesa italiana de m��rmoles preciosos que hab��a tra��do el famoso comendador don Pr��amo Febrer de una de sus expediciones en corso. M��s all�� tampoco hab��a nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sosten��an este monumento, lo hab��a convertido Febrer en dinero, vendi��ndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una ��urea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que a?os antes hab��a vendido en Madrid, tambi��n al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo art��stico y la antig��edad. Despu��s hab��a llegado vagamente hasta ��l la noticia de que la cadena la vendieron en Par��s por cien mil francos. ??Ah, miseria!? Los caballeros ya no pod��an vivir en estos tiempos.
Su vista tropez�� con el brillo de unos enormes vargue?os de labor veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parec��an fabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyas caras exteriores ten��an esmaltes policromos representando escenas mitol��gicas. Eran cuatro piezas magn��ficas de museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Hab��an corrido la misma suerte que los tapices, y all�� estaban esperando un comprador. Febrer no era ya m��s que el conserje de su propia casa. Y tambi��n pertenec��an a los acreedores los cuadros italianos y espa?oles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba alg��n valor entre los restos de la secular herencia.
Sali�� a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fr��a y de alt��simo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas hab��an tomado con los a?os un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atr��s para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este sal��n inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de pa?o verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros s��lo era visible, como las l��neas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco.
Eran centenares de cuadros, todos malos e interesantes a la vez; pinturas encargadas para perpetuar las glorias de la familia, hechas por antiguos artistas italianos y espa?oles de paso en Mallorca. Un encanto tradicional parec��a emanar de estos lienzos. Era la historia del Mediterr��neo escrita por torpes e ingenuos pinceles: encuentros de galeras, asaltos de fortalezas, grandes batallas navales envueltas en humo, sobre cuyas vedijas flotaban los gallardetes de los nav��os y las altas torres de popa, en cuya cima riz��banse las banderas con la cruz de Malta o la media luna. Los hombres peleaban en las cubiertas de los buques o en los esquifes que flotaban junto a ellos; el mar, enrojecido por la sangre o las llamas de los barcos, estaba matizado de centenares de cabecitas de n��ufragos, que a su vez luchaban sobre las olas. Una masa de cascos y chambergos chocaba, sobre dos nav��os aferrados, con otra de turbantes blancos y rojos, y sobre ellas alz��banse mandobles y picas, cimitarras y hachas de
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