Los favores del mundo | Page 3

Juan Ruiz de Alarcón
toda categoría social, aunque sea la realeza. Las nociones morales no
pueden ser derogadas por ningún hombre, aunque sea rey, ni por
motivo alguno, aunque sea la pasión legítima: el amor, o la defensa
personal, o el castigo por deber familiar, supervivencia de moral
antehistórica. Entre las virtudes ¡qué alta es la piedad! Alarcón llega a
pronunciarse contra el duelo, y, sobre todo, contra el deseo de matar.
Además, le son particularmente caras las virtudes que pueden llamarse
lógicas: la sinceridad, la lealtad, la gratitud, así como la regla práctica
que debe complementarlas: la discreción. Y por último, hay una virtud
de tercer orden que estimaba en mucho: la cortesía. Proverbial era la
cortesía de Nueva España precisamente en los tiempos de nuestro
dramaturgo: "cortés como un indio mexicano", dice en el Marcos de
Obregón Vicente Espinel. Poco antes, el médico español Juan de
Cárdenas celebraba la urbanidad de México comparándola con el trato
del peninsular recién llegado a América. A fines del siglo XVII decía el
Venerable Palafox, al hablar de las Virtudes del Indio: "La cortesía es
grandísima." Y en el siglo XIX ¿no fué la cortesía uno de los rasgos
que mejor observaron los sagaces ojos de Madame Calderón de la
Barca? Alarcón mismo fué sin duda muy cortés: Quevedo, con su
irrefrenable maledicencia, lo llamaba "mosca y zalamero." Y en sus
comedias, se nota una abundancia de expresiones de cortesía y
amabilidad que contrasta con la usual omisión de ellas en los
dramaturgos peninsulares.
Grande cosa--piensa Alarcón--es el amor; ¿pero es posible alcanzarlo?
La mujer es voluble, inconstante, falsa; se enamora del buen talle, o del
pomposo titulo, o--cosa peor--del dinero. Sobre todo la abominable, la
mezquina mujer de Madrid, que vive soñando con que la obsequien en
las tiendas de plateros. La amistad le parece afecto más desinteresado,
más firme, más seguro. Y ¡cómo no había de ser así su personal
experiencia!

El interés que brinda este conjunto de conceptos sobre la vida humana
es que se les ve aparecer constantemente como motivos de acción,
como estímulos de conducta. No hay en Alarcón tesis que se planteen y
desarrollen, silogísticamente, como en ciertos dramas del siglo XIX; no
surgen tampoco bruscamente, con ocasión de conflictos excepcionales,
como en García del Castañar o El Alcalde de Zalamea: pues el teatro
de los españoles europeos, fuera de los casos extraordinarios, se
contenta con normas convencionales, en las que no se paran largas
mientes. No: las ideas morales de este que fué "moralista entre hombres
de imaginación" (según Hartzenbusch) circulan libre y normalmente, y
se incorporan al tejido de la comedia, sin pesar sobre ella ni convertirla
en disertación metódica. Por lo común, aparecen bajo forma breve,
concisa, como incidentes del diálogo; o bien se encarnan en un ejemplo,
tanto más convincente cuanto que no es un tipo unilateral: tales, el Don
García de La verdad sospechosa y el Don Mendo de Las paredes oyen
(ejemplos a contrario) o el Garci-Ruiz de Alarcón de Los favores del
Mundo y el Marqués Don Fadrique de Ganar amigos.
El don de crear personajes es el tercero de los grandes dones de
Alarcón. Para desarrollarlo, le valió de mucho el amplio movimiento
del teatro español, cuya libertad cinematográfica (semejante a la del
inglés isabelino) permitía mostrar a los personajes en todas las
situaciones interesantes para la acción, cualesquiera que fuesen el lugar
y el tiempo; y así, bajo el principio de unidad lógica que impone a sus
caracteres, gozan éstos de extenso margen para manifestarse como
seres capaces de aficiones diversas. No sólo son individualidades con
vida amplia, sino que su creador los trata con simpatía: a las mujeres,
no tanto (oponiéndose en esto a su compañero ocasional, Tirso); a los
protagonistas masculinos sí, aun a los viciosos. Por momentos diríase
que en La verdad sospechosa Alarcón está de parte de Don García, y
hasta esperamos que prorrumpa en un elogio de la mentira, como
después lo harían Mark Twain u Oscar Wilde. Y ¿qué personaje hay, en
todo el teatro español, de tan curiosa fisonomía como Don Domingo de
Don Blas, apologista de la conducta lógica y de la vida sencilla y
cómoda, sin cuidado del qué dirán; paradójico en apariencia pero
profundamente humano; personaje digno de la literatura inglesa, en
opinión de Wolf; digno de Bernard Shaw, puede afirmarse hoy?

Pero, además, en el mundo alarconiano se dulcifica la vida turbulenta,
de perpetua lucha e intriga, que reina en el drama de Lope o de Tirso,
así como la vida de la colonia era mucho más tranquila que la de su
metrópoli: se está más en la casa que en la calle: no siempre hay
desafíos; hay más discreción y tolerancia en la conducta; las relaciones
humanas son más fáciles, y los afectos, especialmente la amistad, se
manifiestan de modo más
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