Los favores del mundo | Page 2

Juan Ruiz de Alarcón
de cortar a veces los actos" (y las escenas).
No se excede, si se le juzga comparativamente, en los enredos; mucho
menos en las palabras; reduce los monólogos, las digresiones, los

arranques líricos, las largas pláticas y disputas llenas de brillantes
juegos de ingenio. Sólo los relatos suelen ser largos, por excesivo deseo
de explicación, de lógica dramática. Sobre el ímpetu y la prodigalidad
del español europeo que creó y divulgó el mecanismo de la comedia se
ha impuesto, como fuerza moderadora, la prudente sobriedad, la
discreción del mexicano.
Y son también de mexicano los dones de observación. La observación
maliciosa y aguda, hecha con espíritu satírico, no es privilegio de
ningún pueblo; pero, si bien el español la expresa con abundancia y
desgarro (¿y qué mejor ejemplo, en las letras, que las inacabables
diatribas de Quevedo?), el mexicano la guarda socarronamente para
lanzarla, bajo concisa fórmula, en oportunidad inesperada. Las
observaciones breves, las réplicas imprevistas, las fórmulas
epigramáticas, abundan en Alarcón, y constituyen uno de los atractivos
de su teatro. Y bastaría comparar, para este argumento, los enconados
ataques que le dirigieron Quevedo mismo, y Lope, y Góngora, y otros
ingenios eminentes,--si en esta ocasión mezquinos--, con las sobrias
respuestas de Alarcón, por vía alusiva, en sus comedias,
particularmente aquella, no ya satírica sino amarga, de Los pechos
priviligiados (acto III, escena III):
Culpa a aquel que, de su alma olvidando los defetos, graceja con
apodar lo que otro tiene en el cuerpo.
La observación de los caracteres y las costumbres es el recurso
fundamental y constante de Alarcón, mientras en sus émulos es
incidental: y nótese que digo la observación, no la reproducción
espontánea de las costumbres ni la libre creación de los caracteres, en
que no les vence. Este propósito de observación incesante se subordina
a otro más alto: el fin moral, el deseo de dar a una verdad ética aspecto
convincente de realidad artística.
Alarcón crea, dentro del antiguo teatro español, la especie, en éste
solitaria, sin antecedentes calificados ni sucesión inmediata, de la
comedia de costumbres. No sólo la crea para España, sino también para
Francia: imitándolo, traduciéndolo, no sólo a una lengua diversa, sino a
un sistema artístico diverso, Corneille introduce en Francia, con Le

menteur, la alta comedia, que iba a ser en manos de Moliere labor fina
y profunda. Esa comedia, al extender su imperio por todo el siglo
XVIII, vuelve a entrar en España, para alcanzar nuevo apogeo, un tanto
pálido, con Don Leandro Fernández de Moratín y su escuela, en la cual
figura, significativamente, otro mexicano de discreta personalidad
artística: Don Manuel Eduardo de Gorostiza.
Pero la nacionalidad no explica por completo al hombre. Las dotes de
observador en nuestro dramaturgo, que coinciden con las de su pueblo,
no son todo su caudal artístico: lo superior en él es la trasmutación de
elementos morales en elementos estéticos, dón rara vez concedido a los
creadores. Alarcón es singular, por eso, no sólo en la literatura española,
sino en la literatura universal.
Su nacionalidad no nos da la razón de su poder supremo; sólo su vida
nos ayuda a comprender cómo se desarrolló. En un hombre de alto
espíritu, como el suyo, la desgracia aguza la sensibilidad y estimula el
pensar; y cuando la desgracia es perpetua e indestructible, la
hiperestesia espiritual lleva fatalmente a una actitud y a un concepto de
la vida hondamente definidos y tal vez excesivos. Ejemplo claro el de
Leopardi.
En el caso de Alarcón, orgulloso y discreto, observador y reflexivo, la
dura experiencia social le llevó a formar un código de ética práctica
cuyos preceptos reaparecen a cada paso en las comedias.
No es una ética que esté en franco desacuerdo con la de los hidalgos de
entonces, pero sí señala rumbos particulares, que a veces importan
modificaciones. Piensa que vale más (usaré las expresiones clásicas) lo
que se es que lo que se tiene o lo que se representa. Vale más la virtud
que el talento y ambos más que loa títulos de nobleza; pero éstos valen
más que los favores del poderoso, y más, mucho más, que el dinero. Ya
se ve: Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza vivió mucho tiempo con
escasa fortuna, y sólo en la madurez alcanzó la posición económica
apetecida. En cambio, sus títulos de nobleza eran excelentes, como que
descendía de los Alarcones de Cuenca, ennoblecidos en la Edad Media,
y de la ilustrísima casa de los Mendoza. Alarcón nos dice en todos los
tonos y en todas las comedias--o punto menos--la incomparable

nobleza de su estirpe: debilidad que le conocieron en su época y que le
censura en su rebuscado y venenoso estilo Cristóbal Suárez de
Figueroa.
El honor--¡desde luego! El honor debe ser cuidadosa preocupación de
todo hombre y de toda mujer; y debe oponerse como principio superior
a
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