ex voto para llevarlo a la iglesia de
Begoña, a la Virgen de Guadalupe o a Nuestra Señora de Iciar.
[Ilustración]
A los lados de La Constancia se veían dos grabados en color, con sus
respectivas leyendas: «Navío de línea, español, visto a proa de la amura
de sotavento, en facha y saludando», decía en uno; en el otro: «Navío
español del porte de 112 cañones, fondeado, visto por su medianía o
portalón.»
Todavía estos dos grabados siguen haciendo compañía a La Constancia,
en donde está mi bisabuelo atado al palo mayor, en el momento en que
prometía un cirio a la Virgen de Rota.
Había también en casa de mi abuela, encerrados en marcos de caoba,
unos grabados ingleses que representaban la batalla naval entre la
fragata inglesa Eurotas y la francesa Clorinda, en 1814. Eran tres: en el
primero se veían los dos buques, con las velas desplegadas, que iban
acercándose; el segundo fijaba el preciso momento del fragor del
combate, y en el último los dos navíos estaban desarbolados, a punto de
irse a pique.
Otro cuadro iluminado que gozaba gran estimación en la casa, era uno
que tenía en medio la Rosa de los Vientos, y a los lados, todas las
banderas, gallardetes y matrículas del mundo.
En una categoría todavía superior estaban dos escapularios grandes que
le dieron a mi abuelo las monjas de Santa Clara, de Lúzaro, y a los
cuales él puso marco en Cádiz, y le acompañaron en sus viajes y en su
vuelta al mundo.
Mi abuela daba una importancia tan extraordinaria a estas cosas, que yo
creía que eran del dominio común, y que las hazañas de mi bisabuelo
eran tan conocidas como las de Napoleón o las de Nelson.
Había también en la sala una brújula, un barómetro, un termómetro, un
catalejo y varios daguerrotipos pálidos, sobre cristal, de primos y
parientes lejanos. Recuerdo también un octante antiguo muy grande y
muy pesado, de cobre, con la escala para marcar los grados, de hueso.
Sobre la consola solían estar dos cajas de té de la China, una copa
tallada en un coco y varios caracoles grandes, de esos del mar de las
Indias, con sus volutas nacaradas, que uno creía que guardaban dentro
un eco del ruido de las olas.
Lo que más me chocaba y admiraba de toda la sala era una pareja de
chinitos, metidos cada uno en un fanal, que movían la cabeza. Tenían
caras de porcelana muy expresivas y estaban muy elegantes y
peripuestos. El chinito, con su bigote negro afilado y sus ojos torcidos,
llevaba en la mano un huevo de avestruz, pintado de rojo; la chinita
vestía una túnica azul y tenía un abanico en la mano.
Al movimiento de las pisadas en el suelo, los dos chinitos comenzaban
a saludar amablemente, y parecían rivalizar en zalamerías.
Cuando me dejaban entrar en la sala, me pasaba el tiempo mirándolos y
diciendo:
--Abuelita, ahora dicen que sí, ahora que no. Ahora sí, ahora no.
[Ilustración]
Mi abuela poseía también un loro, Paquita, que dominaba el diálogo y
el monólogo.
Se le preguntaba:
Lorito, ¿eres casado?
Y él contestaba:
Y en Veracruz velado. A ja jai, ¡qué regalo!
Su monólogo constante era esta retahila de loro de puerto de mar:
¡A babor! ¡A estribor! ¡Buen viaje! ¡Buen pasaje! ¡Fuego! ¡Hurra,
lorito!
Yo encontraba en las palabras de aquel pajarraco verde un fondo de
ironía que me molestaba. La _Iñure_ me contó que una vez, hace
mucho tiempo, un loro que tenía un marino de Elguea lo denunció, y
por él se supo que su amo había sido pirata.
A pesar de la ciencia y de las habilidades de todos los de su clase,
Paquita me era muy antipático; nunca quería contestarme cuando le
preguntaba si era casado, y una vez estuvo a punto de llevarme un dedo
de un picotazo. Desde entonces le miraba con rabia, y, de cogerlo por
mi cuenta, le hubiera atracado de perejil hasta enviarlo a decir sus
relaciones al paraíso de los loros. También tenía mi abuela una caja de
música, ya vieja, con un cilindro lleno de púas, a la que se le daba
cuerda; pero estaba rota y no funcionaba.
V
LA TÍA ÚRSULA
Tardé bastante tiempo en ir a la escuela. De chico tomé un golpe en una
rodilla, y no sé si por el tratamiento del curandero, que me aplicó
únicamente emplastos de harina y de vino, o por qué, el caso es que
padecí, durante bastante tiempo, una artritis muy larga y dolorosa.
Quizá por esto me crié enfermizo, y el médico aconsejó a mi madre que
no me llevara a la escuela. Mi infancia fué muy solitaria. Tenía, para
divertirme, unos juguetes viejos que habían pertenecido a mi madre y a
mi tío. Estos juguetes que
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