una casa, parecía aquello un barco; las
puertas y ventanas golpeaban con furia, el viento se lamentaba por las
rendijas y chimeneas, gimiendo de una manera fantástica, y las ráfagas
de lluvia azotaban furiosamente los cristales.
En la casa vivíamos tres personas: mi madre y yo, y la vieja que había
sido nodriza de mi madre, a quien llamábamos la _Iñure_. Me parece
que estoy viendo a esta vieja. Era flaca, acartonada, la boca sin dientes,
la cara llena de arrugas, los ojos pequeños y vivos. Vestía siempre de
negro, con pañuelo del mismo color en la cabeza, atado con las puntas
hacia arriba, como es uso entre las viudas del país.
No creo que la _Iñure_ llegase a decir dos palabras seguidas en
castellano; pero, en cambio, se expresaba en vascuence con una rapidez
vertiginosa, en tono de persona que reza.
La _Iñure_ tenía una hermana, la Joshepa Iñashi, que era, al mismo
tiempo, cerora de la iglesia y mujer del sacristán. La Joshepa Iñashi
vivía en una casa antigua y negra, próxima a la parroquia y dependiente
de ésta. Como el sacristán era un simple, la cerora disponía lo que había
de hacerse en los altares y color de las casullas. Constantemente estaba
consultando el añalejo. Cuando yo iba a casa de la Joshepa Iñashi, con
la _Iñure_, solíamos meternos en la cocina y haciamos hostias
pequeñas y grandes, echando un poco de harina y agua en una plancha
y calentándola al fuego.
Mi madre se pasaba casi todo el día con mi abuela; pero no quería ir a
vivir con ella, conociendo de sobra el carácter dominador y absorbente
de doña Celestina.
[Ilustración]
La casa de mi abuela se llamaba Aguirreche, en vascuence, Casa de
Aguirre, y era, y sigue siendo, de las mejores del pueblo.
Tenía el aspecto severo de esos antiguos caserones de piedra del país
vasco: el color negro, el tejado muy saliente, una fila de balcones muy
espaciados, con los hierros llenos de florones y adornos; encima unas
pequeñas ventanas, y un escudo grande en el chaflán.
La casa se hallaba incrustada entre casuchas negras, en la parte más
baja de Lúzaro, rodeada de callejuelas tortuosas y húmedas.
En aquella época en que vivía mi abuela, solía verse Aguirreche casi
siempre cerrada, lo que producía una impresión de tristeza, mitigada un
tanto por las muchas flores que resplandecían en los balcones.
Entrando, se experimentaba una sensación de ahogo y de lobreguez. El
zaguán, pintado de azul, era obscuro, con las paredes desconchadas y
salitrosas; la escalera, de castaño, torcida y apolillada; en el rellano
principal, dentro de una hornacina, brillaba una virgen pintada en tabla,
dorada y estofada.
La casa de mi abuela tenía muchos cuartos con puertas de cuarterones,
que nunca se abrían. Estos cuartos, de paredes encaladas, con las vigas
del techo al descubierto y el piso con grandes tablas obscuras, ya
combadas por el tiempo, estaban vacíos.
Mi abuela y mi tía Úrsula se hallaban poseídas por la manía de poner el
suelo brillante, y las dos, y una muchacha, solían estar encerándolo y
frotándolo hasta dejarlo como un espejo.
En la sala, síntesis y recapitulación de lo más selecto de Aguirreche, el
lustre era ya sagrado. Aquel cuarto podía llamarse el altar de la familia;
nada gozaba del honor de encontrarse allí si no tenía historia; las sillas
de damasco rojo, los dos o tres veladores de laca, el espejo, el cuadro
con la ejecutoria de los Aguirres, el arca.... De cada cosa de éstas, mi
abuela, o mi tía Úrsula, podían hablar media hora.
Del techo de aquella sala colgaba una fragata de marfil y de ébano, con
todos sus palos, sus velas y sus cañones correspondientes.
En el sitio de honor, encima del sofá, se veía un dibujo iluminado.
Representaba un barco luchando con las olas en medio de un temporal;
el capitán aparecía atado al palo mayor, dando órdenes, y sobre el mar
embravecido se veían tablas y cubas. El barco éste era La Constancia,
fragata que mandó, durante mucho tiempo, el padre de mi abuela.
El dibujo tenía al pie esta inscripción:
«La fragata española La Constancia, al mando de su capitán don Blas
de Aguirre, al amanecer del día 3 de febrero de 1793, en el meridiano
de la isla Rodrigo, atormentada con mares gruesas del nordeste y
sudeste, corriendo un huracán en su viaje de Manila a Cádiz, en el que
perdió todos los gallineros de la toldilla, vasijería, cubas y varias tablas
de obra muerta.
Pintado por _Ant.° de Iturrizar_.
Yo me figuraba antes, recordando las exageraciones de mi abuela, que
este cuadro tendría algún valor; pero después he visto que es un
grabado de la época, en el cual se ponía al pie una leyenda explicativa,
y servía a los marinos vascos de
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