pasan de generación en generación, tienen un
aspecto muy triste. El arca de Noé de mi tío Juan era un arca
melancólica; a un caballo le faltaba una pata; a un elefante, la trompa;
al gallo, la cresta. Era un arca de Noé que más parecía un cuartel de
inválidos.
Mi tía Úrsula, hermana mayor de mi madre, solterona romántica,
comenzó a enseñarme a leer. Doña Celestina era como el espíritu de la
tradición en la familia Aguirre; la tía Úrsula representaba la fantasía y
el romanticismo.
Cuando mi tía Úrsula llegaba a casa, solía sentarse en una sillita baja, y
allí me contaba una porción de historias y de aventuras.
En Aguirreche, en su cuarto, la tía Úrsula guardaba libros e
ilustraciones con grabados, españoles y franceses, en donde se narraban
batallas navales, piraterías, evasiones célebres y viajes de los grandes
navegantes. Estos libros debían de haber estado en alguna cueva,
porque echaban olor a humedad y tenían las pastas carcomidas por las
puntas. En ellos se inspiraba, sin duda, mi tía para sus narraciones.
La tía Úrsula solía contar la cosa más insignificante con una
solemnidad tal, que me maravillaba. Ella me llenó la cabeza de
naufragios, islas desiertas y barcos piratas.
Sabia más que la generalidad de las mujeres, y, sobre todo, que las
mujeres del país. Ella me explicó cómo iban los vascos, en otra época,
a la pesca de la ballena en los mares del Norte; cómo descubrieron el
banco de Terranova, y cómo aún, en el siglo pasado, en los astilleros de
Vizcaya y de Guipúzcoa, en Orio, Pasajes, Aguinaga y Guernica, se
hacían grandes fragatas.
Me habló también, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de
Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en más de
cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp,
muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna,
batiéndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la
escuadra poderosa del almirante inglés Vernon en Cartagena de las
Indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de
Gaztañeta. Con frecuencia terminaba sus narraciones con estos versos
de Concha, en su _Arte de Navegar_:
Por tierra y por mar profundo Con imán y derrotero, Un vascongado el
primero Dió la vuelta a todo el mundo.
Y aunque estos versos no tuvieran relación alguna con lo contado, por
el tono solemne con que los recitaba mi tía Úrsula, me parecían un final
muy oportuno para cualquier relato.
En tan lejana época de mi infancia, yo no conocía más chicos de mi
edad que unos primos segundos. Estos chicos vivían en Madrid y
venían a Lúzaro durante el verano.
Cuando estaban ellos en casa de mi abuela, íbamos juntos a un caserío
de la familia, donde solían darnos cuajada. La tía Úrsula la repartía,
mientras nosotros, los chicos, mirábamos si a alguno le daban más que
a los otros, para protestar.
Mis primos solían contar cosas de los teatros y circos de la corte; pero,
la verdad, esto no me llamaba la atención. Lo que me atraía era el mar.
Miraba con envidia los chicos descalzos del muelle. Me hubiera
gustado ser hijo de pescador, para corretear por las escolleras y jugar en
los lanchones y gabarras.
Mi tía Úrsula, además de su biblioteca, formada por folletines
ilustrados franceses, y de sus libros de aventuras marítimas, tenía otro
fondo de donde ir sacando los relatos emocionantes que a mí tanto me
cautivaban.
En la sala de Aguirre, en el arca, se guardaba, entre otras cosas viejas y
respetables, un tomo manuscrito, en folio, muy voluminoso. En la
cubierta, de pergamino, decía, con letras ya desteñidas y rojizas:
«Historia de la familia de Aguirre».
[Ilustración]
Como casi todos los miembros de la familia de este nombre y los
emparentados con ella habían sido marinos y viajeros, para explicar sus
correrías, intercaladas en las amarillentas páginas, se veían cartas de
navegar antiguas, bastante raras. En estos mapas, el mar se simbolizaba
con una ballena echando un surtidor de agua, un galeón y varios
delfines; los pueblos, por casitas; los montes, por árboles, y los países
salvajes, por indios con plumas en la cabeza, un arco y una flecha.
Había, también, planos para indicar las corrientes y los vientos, y
dibujos de sondas, brújulas primitivas y astrolabios.
Todo el libro se reducía a una serie de narraciones de aventuras
marítimas y terrestres.
Mi tía Úrsula se calaba las antiparras y leía con gran detenimiento
alguno de estos relatos, y los comentaba.
La mayoría eran breves, y estaban redactados en una forma tan
amanerada, que yo no me enteraba de su sentido. De las más
entretenidas era la historia de Domingo de Aguirre, llamado el
Vascongado, que formó parte en la expedición de Gonzalo Jiménez
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