Las inquietudes de Shanti Andia | Page 6

Pío Baroja
velas y sus anclas. Mi abuela me dijo muchas
veces, de chico, que yo salía a mi padre. Entonces no podía comprender
bien la terrible acusación encerrada en esta semejanza.
Mi abuela tuvo siempre grandes ambiciones escondidas, el orgullo del
nombre, y un amor extraordinario por su abolengo. Para ella, la familia
de los Aguirres constituía lo más selecto de la raza, y la profesión de
marino, por ser la más frecuente entre los de su estirpe, era aristocrática
y distinguida por excelencia.
Doña Celestina, en su fuero interno, debía suponer que las demás
familias de Lúzaro, exceptuando dos o tres, habían nacido, como los
hongos, entre la hierba, o que quizá sus individuos estaban modelados
con el fango del río.

No era fácil convencer a mi orgullosa abuela de que no tenía
precisamente una gran trascendencia para el mundo el que un Aguirre
apareciera o no apareciera en Lúzaro en el siglo xv. A doña Celestina le
parecía todo cuanto se refiriese a los Aguirres de una capital
importancia, y no sentía ningún escrúpulo en mentir, si era para mayor
gloria de su familia.
De vivir hoy, ¡cómo se hubiera indignado la buena señora con las ideas
del médico joven que tenemos en Lúzaro! Este médico es hijo de un
camarada de mi infancia, del piloto José Mari Recalde.
Nuestro joven doctor se entretiene ahora en medir cráneos; se ha
metido en el osario del Camposanto, y allí anda, ayudado por el
enterrador, llenando de perdigones las venerables calaveras de nuestros
antepasados, pesándolas y haciendo con ellas una porción de diabluras.
Recalde tiene talento, ha estado en Alemania y sabe mucho; pero yo, la
verdad, no creo gran cosa en sus afirmaciones.
Según él, en la raza blanca no hay mas que dos tipos: el cabeza redonda
y el cabeza larga: Caín y Abel.
El cabeza redonda, Caín, es violento, orgulloso, inquieto, sombrío,
minero, aficionado a la música; el cabeza larga, Abel, es tranquilo,
plácido, inteligente, agricultor, matemático, hombre de ciencia. Caín es
salvaje, Abel, civilizado; Caín es religioso, fanático, reaccionario,
adorador de dioses; Abel es observador, progresivo, no le gusta adorar
y estudia y contempla.
Para Recalde, yo soy todo lo contrario de lo que era para mi abuela.
Según el doctor, la sangre de los Aguirres me ha estropeado; sin la
nefasta influencia de esa raza violenta de Caines de cabeza redonda, yo
hubiera sido un hombre de un tipo admirable; pero esa sangre inquieta
se ha cruzado en mi camino.
--Usted--me suele decir Recalde--es uno de los tipos verdaderamente
europeos que tenemos en Lúzaro. Su abuelo, el suizo, debía ser un
dolicocéfalo rubio, un germano puro sin mezcla de celta ni de hombre

alpino. Los Andías son de lo mejor de Elguea, del tipo ibérico más
selecto. ¡Lástima que se cruzaran con esos Aguirres de cabeza redonda!
--No te preocupes por eso--le suelo decir yo, riendo.
--¡No me he de preocupar!--replica él--. Si usted fuera uno de esos
bárbaros de cabeza redonda como mi padre, por ejemplo, yo no le diría
a usted nada; pero como no lo es, le recomiendo que tenga usted
cuidado con sus hijos y con sus hijas: no les permita usted que se casen
con individuos de cabeza redonda.
Verdaderamente sería el colmo de lo cómico impedir a un hijo que se
casara con una buena muchacha por tener la cabeza redonda; pero no
sería menos cómico oponerse a un matrimonio porque el abuelo del
novio o de la novia hubiese sido en su tiempo zapatero o quincallero.
En estas cuestiones, los jóvenes suelen tener mejor sentido que los
viejos, porque no atienden mas que a sus sentimientos.
Contaba una criada de mi casa, la _Iñure_, que un indiano rico de su
pueblo, ex negrero, que estaba muy incomodado porque su hijo quería
casarse con una muchacha pobre, hizo a la chica esta advertencia:
--Yo, como tú, no me casaría con mi hijo. Ten en cuenta que yo he sido
negrero y que en mi familia ha habido dos personas que fueron
ahorcadas.
--Eso no importa--contestó la muchacha--. Gracias a Dios, en mi
familia ha habido también muchos ahorcados.
Realmente, esta muchacha discurría muy bien.

IV
LA CASA DE MI ABUELA
Mi madre y yo vivíamos en una casa solitaria, a un cuarto de hora del
pueblo, al lado de la carretera. El sitio era alto, claro, abierto y

despejado.
La casa tenía balcones a tres fachadas. Desde allí dominábamos toda la
ciudad, el puerto hasta la punta de la atalaya, y el mar. Veíamos, a lo
lejos, las lanchas cuando entraban y salían, y por delante de nuestra
casa pasaba la diligencia de Elguea, que se detenía en la fonda próxima.
En el mirador central de esta casita nuestra, transcurrieron los primeros
años de mi infancia.
Los días de temporal, más que
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