Las inquietudes de Shanti Andia | Page 5

Pío Baroja
el buen señor, que era muy ingenuo, me decía:
--Mi padre me hizo ingresar en la logia a los catorce años; tengo
sesenta y cinco y he llegado al último grado. La gente le encuentra a
esto mucho mérito, pero yo, la verdad, no le encuentro ninguno.
Era un hombre sencillo el honrado masón.
Lo mismo que aquel albañil de la albañilería celeste, me sucede a mi
con el mérito de mi familia de haber vivido mucho tiempo en Lúzaro.
Esto no es obstáculo para que me encuentre en mi pueblo como en
ningún otro.
Muchas veces, en mi camarote, navegando por el Atlántico o por el mar
de las Indias, al pensar en Lúzaro sentía el recuerdo intenso de un
monte, de una peña, de un hayal. Veía con la imaginación levantarse
Lúzaro sobre el mar, con el río que penetra por su flanco, y veía los
montes a un lado y a otro llenos de maizales y de robles.
Entonces me gustaba cantar, en voz baja, zortzicos y sones de tamboril,
y, al oírmelos a mí mismo, creía andar por las callejuelas de mi pueblo,
oler el olor del heno, contemplar las rocas del Izarra azotadas por el
mar, y el cielo azul pálido surcado por nubes blancas.
Se comprende mi entusiasmo por Lúzaro; soy de aquí, y de aquí es toda
mi familia. Además, mi vida se puede clasificar en dos períodos: uno el
pasado en Lúzaro, en el cual me han ocurrido los hechos más
trascendentales y más agradables de mi existencia; otro, el del mar, en
que no me ha sucedido nada, por lo menos nada bueno, y en que he
vivido con el corazón frío y la retina impresionada.

Mi familia ha sido de Lúzaro, y ha sido de marinos. Sobre todo, por
parte de mi madre, por los Aguirres, la genealogía marítima es
abundante e inacabable.
Mi padre, Damián de Andía, fué también capitán de barco. Murió en el
mar, en el Canal de la Mancha. Una noche, cerca del Finisterre inglés,
naufragó la corbeta que mandaba, la _Mary-Rose_; sólo un marino
pudo salvarse.
[Ilustración]
A pesar de que yo era muy niño, recuerdo bastante bien a mi padre. Era
un tipo indiferente y algo burlón; tenía la cara expresiva, los ojos grises,
la nariz aguileña, la barba recortada; por mis informes debía ser un tipo
parecido a mí, con el mismo fondo de pereza y de tedio marineros;
ahora, que no era triste; por el contrario, tenía una fuerte tendencia a la
sátira. Sentía una gran estimación por las gentes del Norte, noruegos y
dinamarqueses, con quienes había convivido; hablaba bien el inglés, era
muy liberal y se reía de las mujeres.
Parecía haber nacido para burlarse de todo y para encogerse de
hombros; pero su sátira no encerraba veneno; se reía sin amargura y sin
pena.
Era de estos vascos que dejan todo su lastre de intolerancia y de
fanatismo al pisar el primer barco. Había echado la sonda en la sima de
la estupidez y de la maldad humanas y sabía a qué atenerse.
Mi abuela no se entendía bien con él y arrastraba a su hija, a mi madre,
a ponerse en contra de su marido. Sin duda el instinto de suegra le
cegaba. Él cedía, riendo, y mi abuela rabiaba.
Cuando mi padre llegaba a Lúzaro se reunía con otros pilotos,
marineros y pescadores, y charlaba con ellos, y algunas veces cantaba y
alborotaba, en su compañía, por las calles.
Todos los que le conocieron me han asegurado que era un hombre de
gran corazón. He sentido siempre una gran pena por no haberle llegado

a conocer. Hubiéramos sido buenos amigos.
Mi abuela, doña Celestina de Aguirre, no quería a mi padre; después de
pasados muchos años la he oído hablar en contra de él. Es muy triste
que el rencor de las personas alcance hasta los muertos; pero, ¿quién no
tiene algo de podrido en el alma?
Los motivos de mi abuela para no querer a mi padre eran un tanto
lejanos. Mi padre había nacido en Elguea, pueblo rival de Lúzaro. Para
mi abuela, las tres millas y media de costa que hay entre Lúzaro y
Elguea separan dos mundos aparte: la seriedad de los de Lúzaro, de la
petulancia, volubilidad y fatuidad de los de Elguea.
Otra causa de enemistad de doña Celestina para su yerno, provenía de
ser mi abuela paterna hija de un quincallero suizo, establecido en
Elguea.
Doña Celestina había conocido a la hija del quincallero, en su juventud,
cuando las dos eran solteras, y parece que se desarrolló entre ellas una
gran antipatía.
Para doña Celestina, la sangre del quincallero suizo me ha perdido; el
bazar, con sus aros y sus pelotas de goma, ha perturbado la marcha del
severo barco con sus
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