es la máquina la impulsadora del barco, algo exacto, matemático,
medido; antes, era el viento, algo caprichoso, impalpable, fuera de
nosotros. «Llevamos el Angel de la Guarda en la lona de nuestras
velas», me decía don Ciriaco, un viejo capitán de fragata muy
inteligente y muy romántico; «llevamos la fuerza en nuestra carbonera»,
puede decir el capitán de hoy.
El carbón, ese dios modesto, pero útil, ha reemplazado las alas del
poético Ángel de la Guarda que llevábamos en nuestras velas, y ha
cambiado las condiciones del mar.
Antes, el mar era nuestra divinidad, era la reina endiosada y caprichosa,
altiva y cruel; hoy es la mujer a quien hemos hecho nuestra esclava.
Nosotros, marinos viejos, marinos galantes, la celebrábamos de reina y
no la admiramos de esclava.
Seguramente, no; el mar entonces no era tan bueno como hoy, ni tan
pacífico; pero sí más hermoso, más pintoresco, un poco más joven. La
belleza del mundo y del mar dependía en gran parte de su rutina y de su
inmovilidad.
El mapa espiritual del universo de aquella época era como un plano de
diferentes colores, en donde se apreciaban no sólo las entonaciones
fuertes, sino los más ligeros matices.
Hoy, estos matices se pierden; el mundo lleva el camino de confundir y
borrar sus colores. Hoy, un japonés es un señor civilizado vestido a la
europea; un polinesio va como turista a la Meca, en un magnífico
paquebot de quince mil toneladas. La musa del progreso es la rapidez:
lo que no es rápido está condenado a morir.
Todo ello es mejor, ¿quién lo duda? Indica más civilización; pero para
el que todavía conserva en la retina el recuerdo del mar antiguo, pare
ése, la confusión moderna es un espectáculo lamentable.
* * * * *
¡Oh, gallardas arboladuras, velas blancas, fragatas airosas con su proa
levantada y su mascarón en el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros
bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que vais a desaparecer!
¡Amable sirena, que te levantabas sobre las olas azules para mirarnos
con tus ojos verdes, ya no te verán más!
¡Oh, días de calma! ¡Oh, momentos de indolencia!
¡Cuántas horas no habré pasado en la hamaca contemplando el mar,
claro o tempestuoso, verde o azul, rojo en el crepúsculo, plateado a luz
de la luna y lleno de misterio bajo el cielo cuajado de estrellas!
III
TENGO QUE HABLAR DE MÍ MISMO
Tengo que hablar de mí mismo: en unas memorias es inevitable.
Además de mi apatía e indolencia, exagerada un tanto por mis
convecinos los luzarenses para presentarme como un tipo estrambótico,
soy un sentimental y un contemplativo.
Me gusta mirar, tengo la avidez en los ojos; me quedaría contemplando
horas y horas el pasar una nube o el correr una fuente. Quizá viviendo
en tierra se hubiera desarrollado en mí el sentido musical, como en
muchos de mis paisanos; en el mar se ha ampliado, se ha alargado mi
sentido óptico.
Muchas veces me he figurado ser únicamente dos pupilas, algo como
un espejo o una cámara obscura para reflejar la Naturaleza.
Soy, además, al decir de mi familia, un tanto novelero, un tanto curioso
y amigo de novedades. Pero, ¿qué es la curiosidad--digo yo para
defenderme--sino el deseo de saber, de comprender lo que se ignora?
A mí me gusta ver; y si hay una molestia o un peligro para satisfacer mi
curiosidad, no tengo inconveniente en afrontarlo.
Soy también patriota a mi modo, sin sentido tradicional alguno. No
conozco la historia de España, y realmente no me preocupa gran cosa.
Si me preguntaran quién fué Wamba o Atanagildo, me vería en un gran
aprieto; pero, a pesar de no conocer nada o casi nada la historia de mi
país, cuando después de un largo viaje he visto desde lejos la costa de
España, he sentido siempre una gran impresión.
El recuerdo de la patria, y sobre todo de Lúzaro, de este rincón de la
costa vasca donde he nacido y donde vivo, ha estado siempre presente
en mi espíritu. No lo considero como un mérito; no tengo esa tendencia
exclusivista de las gende mi pueblo. La tierra para el labrador, el mar
para el marino. Discutir si esto es mejor que aquello, me parece una
tontería.
Lúzaro me gusta; pero el haber nacido en él, y el que mi familia haya
vivido aquí muchos años, no creo constituya ninguna superioridad.
Pienso lo mismo que un masón a quien conocí en Liverpool. Este
masón había llegado al grado treinta y tres, o cuarenta y tres, no sé a
cuál; pero al más alto de todos. Los días de fiesta, el hombre se ponía el
frac, un mandil y una porción de placas y triángulos, se marchaba a la
logia y volvía perfectamente borracho. En la casa todo el mundo le
admiraba, y
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