Las inquietudes de Shanti Andia | Page 3

Pío Baroja
las olas y en el silbido del viento.
Todos, sin saber por qué, suponemos al mar mujer, todos le dotamos de
una personalidad instintiva y cambiante, enigmática y pérfida.
En la Naturaleza, en los árboles y en las plantas hay una vaga sombra
de justicia y de bondad; en el mar, no: el mar nos sonríe, nos acaricia,
nos amenaza, nos aplasta caprichosamente.
Si a uno le coge mozo como a mí, le moldea de una manera definitiva,
le hace marino para siempre; al que de niño se entrega a su poder con el
alma cándida, con la inteligencia virgen, le convierte en su esclavo.
Para el pescador, para el hombre ignorante y sencillo que no puede
apoyar sus ideas en las bases de la ciencia, el mar es un tirano, le
engaña, le adula, le seduce, le ahoga. Para el pobre marinero, el mar es
el summum del interés, del encanto, de la variedad. Esos trabajadores
míseros cuya vida es una continua lucha y un esfuerzo titánico y
desproporcionado, son muchas veces felices, y el mar, su enemigo, el
mar, el monstruo incomprensible, llena su existencia y hace su
felicidad.
Para nosotros los marinos de altura, el mar es principalmente una ruta,
es casi exclusivamente un camino. ¡Pero qué camino!
Yo no olvidaré nunca la primera vez que atravesé el Océano. Todavía
el barco de vela dominaba el mundo.
¡Qué época aquélla! Yo no digo que el mar entonces fuera mejor, no;
pero sí más poético, más misterioso, más desconocido.
Hoy, el mar se industrializa por momentos; el marino, en su barco de
hierro, sabe cuánto anda, cuándo va a parar; tiene los días, las horas
contadas...; entonces, no; se iba llevando la casualidad, la buena suerte,
el viento favorable.
En aquel tiempo, todavía el mundo estaba mal conocido, todavía había
derroteros tradicionales y una inmensidad de Océano en blanco jamás

visitado por el hombre. Como el caminante en el desierto sigue las
huellas de otro, el marino en alta mar sigue la derrota de los antiguos
nautas. Así, los que se dirigían al Cabo de Buena Esperanza, al llegar a
las islas de Cabo Verde marchaban al Brasil, obedientes a la rutina y al
viento, y atravesaban el Atlántico de nuevo.
Entonces, en la mayoría de los buques se deducían la situación más por
conjeturas que par cálculos; los instrumentos de navegación empleados
por la generalidad de los marinos tenían errores de grados enteros.
Claro que en Londres y en Liverpool había ya admirables sextantes y
círculos de reflexión; pero muchos capitanes no sabían usarlos y
navegaban a la antigua.
La variedad de formas y de aparejos era extraordinaría. Todavía se
veían en los puertos, alternando con los bergantines y las fragatas
vulgares, las carabelas turcas, las saicas greco-romanas, las polacras
venecianas, las urcas de Holanda, los síndalos tunecinos y las galeotas
toscanas.
Todavía en el mundo había piratas, todavía había negreros, males todos
¿quién lo duda?, peligros que obligaban al marino a tomar ante los
hechos una actitud gallarda. Todos estos riesgos exaltaban la
imaginación, aumentaban el valor, daban el pensamiento de luchar
contra el mal y de vencerlo.
A la gran barbarie del mar correspondía la barbarie de su servidor el
marino; a la brutalidad del elemento salobre, la brutalidad humana. En
aquella época, un marino volvía a su rincón con un anillo en la oreja,
una pulsera en la mucheca y una cacatúa o una mona en el hombro.
Un marino, entonces, era algo extrasocial, casí extrahumano; un marino
era un ser para quien la moral ofrecía otros aspectos que para los demás
mortales.
--Te preguntarán cuánto has hecho--decían los padres a sus hijos, que
se lanzaban a la aventura--, no cómo lo has hecho.
Y los hijos se hundían en los abismos de la vida intensa, sin

preocupaciones ni escrúpulos. La madre casualidad los llevaba por sus
ignorados derroteros; el Destino, en su misterioso molde, vaciaba esta
humanidad y sacaba intrépidos mareantes o feroces negreros,
exploradores audaces o vendedores de chinos.
Para aquellos hombres, la moral era una cuestión de paralelo. El mar
era el más grande escenario de los crímenes y violencias de los
hombres.
Hoy, el mar ha cambiado, y ha cambiado el barco, y ha cambiado
también el marino. De aquellas airosas arboladuras que tanto nos
entusiasmaban, no quedan mas que esos palos cortos para sostener los
vástagos de las poleas; de aquellas maniobras complicadas, nada se
conserva.
Antes, el barco de vela era una creación divina, como una religión o
como un poema; hoy, el barco de vapor es algo continuamente
cambiante como la ciencia ... una maquinaria en eterna transformación.
Antes, el capitán era un personaje sabio, un tirano de un poder inaudito,
un hombre que tenía que bastarse a si mismo; hoy es un especialista
injerto en un burócrata.
Hoy,
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