este libro me levantan una estatua en Lúzaro?
¿Estar recibiendo constantemente la lluvia en la espalda?
No, no; soy muy reumático, y ni aun en efigie me gustaría estar asi a la
intemperie.
¿Habrá que decir a mis lectores que no tengo pretensión literaria alguna?
Ellos lo verán si hojean, aunque sea distraídamente, las páginas de mi
libro. Estas cuartillas están escritas en distintas épocas de mi vida y con
diferentes estados de ánimo. El sentimiento ha sido sincero; la forma,
seguramente, poco hábil. Mi público creo que no me reprochará mi
falta de atildamiento. Más que para los jóvenes críticos del casino de
Lúzaro, escribo para mis amigos del Guezurrechape de Cay luce (El
mentidero del Muelle largo).
Soy un marino poco culto, un rudo marino, como dicen en los folletines
y melodramas, y de mí no hay que esperar los perfiles literarios de un
profesor de retórica.
II
EL MAR ANTIGUO
He tenido fama de indolente y optimista, de indiferente y apático. Basta
poseer una reputación cualquiera, buena o mala, para que las personas
conocidas por uno vayan poniendo su piedra en el monumento de valor
o de cobardía, de ingenio o de brutalidad, asignado a cada uno.
Esta colaboración espontánea adorna los grandes hechos y los grandes
caracteres. El uno insinúa: «Podría ser»; el otro añade: «Se dice»; un
tercero agrega: «Ocurrió asi», y el último asegura: «Lo he visto....» De
este modo se va formando la historia, que es el folletín de las personas
serias.
Según la gente de mi pueblo, la indolencia mía ha sido de esas
extraordinarias: borrascas, tempestades, rayos, truenos, nada ha logrado
sacarme de mi pasividad habitual.
Se han inventado anécdotas acerca de mi frialdad y de mi indiferencia.
Una vez, un juramentado de Filipinas vino a mí, con el yatagán
levantado, a cortarme la cabeza; yo le miré y bostecé de fastidio.
Es indudable que el fondo mío de pereza, de indolencia, ha dado pábulo
a estas historias, no lo niego; lo inaudito para mis panegiristas o para
mis detractores sería si oyeran que con frecuencia me lamento de mi
manera de ser. ¿De no tener mayor actividad? ¿De no tener más espíritu
de empresa?
No, de todo lo contrario. Ciertamente es una demostración de mi
naturaleza cínica e inmoral; pero la verdad ante todo.
La mayoría de los hombres se sienten muy orgullosos de su constancia,
de la permanencia de sus propósitos. Son consecuentes como el acero
de una brújula rota o enmohecida, y esto les parece una gran virtud.
Saben adónde van, de dónde vienen. Cada paso en el camino de la vida
lo llevan contado y calculado.
Si les escuchamos, nos dirán: «No nos detengamos a contemplar el mar
o las estrellas; no hay que distraerse. El camino espera. Corremos el
peligro de no llegar al fin».
¡El fin! ¡Qué ilusión! No hay fin en la vida. El fin es un punto en el
espacio y en el tiempo, no más trascendental que el punto precedente o
el síguiente.
Debe ser grande el asombro de esos hombres discretos, previsores y
sensatos, al ver a muchos que, sin preocuparse gran cosa por las
revueltas del camino, van llevados en alas de la suerte por iguales
derroteros que ellos, y que tienen, ¡los insensatos!, además de la
satisfacción de conseguir un fin, cuando lo consiguen, el placer de
mirar a un lado y a otro de su ruta y de ver cómo sale el sol y se pone el
sol, y cómo brotan las estrellas en el cielo de las noches serenas.
[Ilustración]
La preocupación por conseguir un fin nos intranquiliza a todos los
hombres, aun a los más desaprensivos, aun a los más indolentes, y yo,
por mi parte, hubiera deseado vivir todavia más en cada hora, en cada
minuto, sin la nostalgia del pasado ni la ansiedad por el porvenir.
Este deseo es consecuencia de mi fondo de epicurismo y de la
decantada indolencia que tanto me han reprochado, y que, sin duda,
desarrolla y exagera la vida del marino.
Realmente, el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y
nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su
soledad inmensa nos arrastran a la contemplación.
Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece
nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra
personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta
identíficarla con la Naturaleza.
Queremos comprender al mar, y no le comprendemos; queremos
hallarle una razón, y no se la hallamos. Es un monstruo, una esfinge
incomprensible; muerto es el laboratorio de la vida, inerte es la
representación de la constante inquietud. Muchas veces sospechamos si
habrá en él escondido algo como una lección; en momentos se figura
uno haber descifrado su misterio; en otros, se nos escapa su enseñanza
y se pierde en el reflejo de
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.