de encontraros y hablaros? ¿No habéis adivinado, acaso, la
causa de este afecto?
--Creo haberla adivinado, señor. Os confesaré que me asusto porque
sólo soy una sirvienta.
--¡Una sirvienta! Pero si tenéis la belleza, los ojos de una reina. Desde
la primera vez que os vi, Marta, me impresionaron los encantos de
vuestra persona, de vuestro lenguaje, de vuestra seductora sonrisa... No
tembléis así, amiga mía; mis intenciones son puras y honradas. Ya sé
que en materia de pudor sois muy severa y hasta muy hosca. Esa
reserva me engañó en un principio, haciéndome creer que me
despreciabais. Pero atribuyo un alto precio a la bondad, sobre todo en
vos, hermosa Marta. Así, pues, es superfluo que os diga que os amo, lo
sabéis de hace tiempo; sin embargo, todavía no conocéis la extensión
de mi afecto. Noche y día pienso en vos, y vuestra imagen no me deja
sosiego; mi más hermoso sueño consiste en haceros la compañera de
mi vida, para jamás apartarme de vos, buena y querida Marta.
Al pronunciar estas palabras apasionadas, Mathys tomó la mano de la
viuda.
Esta estaba pálida y a pesar de los violentos esfuerzos que hacía sobre
sí misma, no podía dominar sus emociones, ni su visible
estremecimiento.
Felizmente Mathys se equivocó con respecto a aquella emoción.
--Perdonad, Marta--dijo con más calma--, perdonad el sentimiento que
me arrebata. ¡Ah! os lo ruego, antes de que os declare formalmente el
objeto de mi visita, decidme que no habéis permanecido indiferente a
mi cariño. Sé que vuestro corazón es sensible y agradecido, pero me
sería muy dulce sentir una palabra halagüeña de vuestros labios
queridos.
--¿Qué queréis que os diga?--balbuceó Marta casi dominada por la
angustia--. ¿Qué deseáis que os responda?
--Una sola palabra: un «sí» quedo y breve, Marta. Marta, ¿me amáis?
El aya bajó silenciosamente la cabeza; su frente y sus mejillas se
cubrieron de un vivo sonrojo. Sufría atrozmente y luchaba con
desesperación contra la vergüenza que le causaba y le oprimía el
corazón. Mathys la miraba con expresión de alegría y de triunfo. El,
que era ya viejo, conseguiría por mujer una criatura hermosa, buena y
que se sonrojaba como un niño a la primera palabra que pudiera rozar
su rubor. Respetó un momento su silencio y preguntó:
--¿No me decís nada, Marta? ¿Me negáis la palabra que ha de hacerme
feliz?
--Una mujer... mi posición respecto a vos. ¿Me exigís, me arrancáis esa
confesión?
--Os lo suplico, Marta.
--Pues bien, sí--dijo el aya con voz casi ininteligible.
Mathys abrió los brazos y lanzó un grito; pero la viuda se alzó de un
salto de su silla, y con una mirada, que la indignación y el miedo hacían
irresistible, exclamó:
--Señor, señor, no ofendáis mi dignidad de mujer. Si queréis
convencerme de que realmente me amáis, respetad al menos vuestro
amor por mí.
--Tenéis razón, Marta; la felicidad me hace perder la cabeza--murmuró
el intendente, dominado y casi desconcertado--. Volvamos a sentarnos
y escuchadme. Hacéis mal en asustaros por la demostración primera de
mi amor sincero, y vais a reconocerlo inmediatamente. Oídme, querida
amiga; hace quince años que soy intendente de la condesa de
Bruinsteen, he ganado bastante dinero y gastado poco. He reunido una
pequeña fortuna, y puedo hacer independiente y feliz a la mujer que
elija por compañera. Mi corazón es joven, mi salud es buena y estoy
lleno de vida. Vuestro dulce lenguaje, vuestras maneras honestas, algo
inexplicable, el encanto misterioso de vuestros ojos... ¡Ay, ay! me estoy
poniendo hablador... Bueno, bueno, ya sospecháis lo que os quiero
decir, Marta. Consentís con alegría, ¿verdad? Vuestra vacilación... Pero,
¿acaso no me comprendéis?
--No me atrevo a comprenderos, señor--respondió el aya--. Un favor,
un honor semejante para una pobre sirvienta...
--Me habéis comprendido, Marta. Pues bien, hablaré claramente.
¿Queréis ser mi mujer y compartir mi fortuna? Dadme la mano y no
agreguemos nada más.
Marta puso su mano en la suya.
--Estáis conmovida, tembláis--exclamó alegremente Mathys--. Es
natural, yo mismo tiemblo de alegría. Calmaos ahora, Marta, que todo
ha concluído. No me agradezcáis, querida amiga, que os ofrezca una
existencia libre y exenta de inquietudes, porque vos me aportáis todo lo
que un hombre necesita para ser feliz. Estamos, pues, a mano. Hay
personas que van a tratar de impedir nuestro casamiento; no les
dejemos tiempo para que nos susciten serios obstáculos.
--¡Sí, la condesa!--dijo el aya suspirando--. Me echará del castillo así
que sepa lo que acabáis de decirme.
--¡Echaros!--exclamó el intendente con una sonrisa de desprecio--. La
condesa se pondrá furiosa y os injuriará probablemente; pero no temáis
nada; haga y diga lo que quiera, tendrá que someterse a mi voluntad.
Poseo medios infalibles para vencer su resistencia.
Una chispa de secreta esperanza brotó en los ojos de Marta; alzó la
cabeza, dió a su fisonomía una expresión seria,
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