y dijo:
--Perdonadme, señor; pero me parece que, sin ser indiscreta, he
conquistado desde hace un momento el derecho de interrogaros
respecto de cosas que me inspiran cierta desconfianza y que me
inquietan.
--Tenéis, Marta, todos los derechos de una prometida.
--Pues bien, señor, demostradme que sois sincero. Desde hace tiempo
me pregunto por qué la condesa os persigue y espía sin cesar. ¿Por qué
la amistad que me tenéis le inspira una especie de celos y la pone
furiosa?...
--¡Bah! es sólo porque me odia, y no le agrada que los servidores
tengan por mí más respeto y afecto que por ella.
--Quiero creeros... ¿Si me engañarais, sin embargo?
--Qué ideas tenéis, Marta.
--¡Está bien! Si no fuera más que por esas apariencias, señor, haría mal
en estar inquieta; pero hay otro misterio que me espanta; a pesar de
vuestro importante cargo de intendente, estáis al servicio de la condesa,
es vuestra ama, tiene derecho a vuestra obediencia. ¿Cómo es, entonces,
que cuando ello es necesario, se encuentra bajo vuestro dominio y
tenga que someterse a vuestra voluntad, como decís vos mismo?
Aquella pregunta pareció confundir a Mathys, porque balbuceó una
respuesta confusa. Esta vacilación hizo que Marta se estremeciera de
esperanza y alegría; pero, sin embargo, prosiguió con fingida tristeza:
--¿La causa de vuestra influencia sobre la condesa no será acaso de tal
naturaleza que no pueda conocerla la mujer a quien habéis ofrecido
vuestra mano, y no podría suceder que si yo la descubriese me viera en
el caso de rechazar vuestras proposiciones? Disculpad que os hable así,
porque me veo obligada, a pesar mío, a sospechar de vuestra
sinceridad.
--Nada de eso, querida Marta, estáis equivocada. El asunto de que
habláis no puede tener influencia sobre nuestro afecto recíproco ni
afectar en nada mi lealtad.
--¿Por qué ese interés en ocultarme esa razón con tanto empeño?
--Hay cosas que no pueden decirse--murmuró Mathys--, sobre todo
cuando carecen de interés para aquella que... que desea conocerlas.
--¿Entonces es un secreto?--exclamó el aya--. Un secreto entre vos y
yo... ya.
--Pues bien, sí, es un secreto--respondió Mathys--. Mi honor, y, por
consiguiente el vuestro, Marta, puede depender de la menor
indiscreción a ese respecto.
--¡Oh! tranquilizadme, señor, disipad esta duda de mi espíritu,
acordadme esa prueba de vuestro amor.
--No, Marta, sólo mi mujer puede tener el mismo interés que yo en
guardar este secreto.
La viuda juntó ambas manos y suspiró acariciándolo con la mirada, y
palpitando de emoción:
--¡Mathys, Mathys, os lo ruego, os lo suplico!
--El día de nuestro casamiento conoceréis el secreto, antes no. Tengo
que permanecer inflexible por grande que sea la emoción que
experimento bajo vuestra mirada... Pero, ¿qué es lo que oigo? Esa voz
que se oye abajo... ¡Es la condesa! Se ha vuelto a toda prisa, furiosa sin
duda de que la haya engañado. Tengo que irme, Marta. Cuando esta
causa de mal humor haya pasado, le anunciaré nuestro casamiento.
Estáis de nuevo temblando, calmaos. Si la señora llega a venir y os
interroga decidle que os he reprendido. Eso la alegrará. ¡Adiós! La
condesa anda gritando como una loca; me busca. Más tarde hablaremos
de los medios de apresurar nuestro casamiento.
Marta lo siguió y acompañó hasta la puerta; pero, habiendo pasado un
brusco capricho por el espíritu del intendente, se volvió y tomó a Marta
en los brazos. El aya dió un salto hacia atrás dando un grito, y Mathys
salió de la pieza echándose a reír.
La viuda se dejó caer en una silla y se puso a llorar de vergüenza y de
dolor. De cuando en cuando alzaba los ojos al cielo. No le dejaron
tiempo, sin embargo, de aliviar el corazón. La condesa entró
bruscamente en el cuarto y echando a todas partes miradas furibundas,
se puso a gritar:
--¿Dónde está el intendente? Os pregunto, ¿dónde está el intendente?
¿No me oís acaso, insolente?
--Estaba aquí hace un momento, señora--respondió Marta.
--¿A dónde ha ido?
--No lo sé, señora.
--¿Qué significan, veamos, esas lágrimas y esa palidez?
--Me ha retado, señora.
--¡Os ha retado! ¿y por eso lloráis?--exclamó la condesa dulcificando el
tono--, ¿os ha maltratado acaso?
--Me ha dicho palabras que me han afectado mucho.
--Es un hombre falso y cruel, ¿verdad?
--Sí, señora, es un hombre falso y cruel.
--¡Bah! no reparéis en sus maneras brutales. Ahora lo voy a arreglar yo
a ese insolente... Burlarse de mí, hacerme ir hasta la granja grande por
un motivo ridículo... Vamos, Marta, consolaos, más vale que él os
maltrate a que quiera engañaros con su falsa amistad. Secad vuestras
lágrimas e id a pasear al jardín.
--Señora--dijo el aya cuya atención se había despertado al oír estas
últimas palabras--, desearía ir hasta la casa de Catalina, la mujer del
guardabosque. Eso me consolaría un poco en medio de
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