La niña robada | Page 7

Hendrik Conscience
murmurando con voz trémula:
--¡Oh mi Héctor, ¡qué severa es tu mirada! No, no dudes de mi valor;
cumpliré con la misión que me impusiste en tu lecho de muerte. Si he
vacilado al acercarse esta prueba suprema, era por amor a ti, era por
defender el corazón que sigue amándote más allá de la tumba, hasta la
apariencia de una mancha. Ahora, la lucha ha terminado, la madre ha
vencido en mí a la esposa y vaciará el cáliz hasta el fondo. ¡Ah! es un
martirio horrible descender así al abismo de la degradación, aunque ello
sea para defender a nuestra hija, el gaje de nuestro amor.
Marta se puso de repente en pie como si algún golpe violento la
hubiese herido y escuchó palideciendo... Le parecía haber oído un ruido
en el corredor. Permaneció inmóvil hasta que salió de su error; pero se
le escapó un grito de angustia y se puso a temblar murmurando:
--Valor y energía; y ya tiemblo y palidezco al solo pensar en su
aparición.
Se dejó caer en una silla. Sin duda una confianza nueva iba penetrando
en ella, porque una sonrisa de reto se dibujó lentamente en sus labios,
mientras una chispa de coraje brilló en sus ojos. Se levantó y pasó al
otro cuarto, se detuvo delante del postigo y miró, a través del vidrio, a
la niña que estaba en un rincón leyendo y estudiando sus lecciones.
Marta se detuvo, inmóvil, para no distraerla. Fijó en ella sus ojos como
si buscara en aquella larga y profunda mirada la fuerza necesaria para

no sucumbir en la prueba temida.
En aquel momento sintió claramente que abrían la puerta. Una ligera
palidez decoloró sus pupilas. Su pecho se dilató y su respiración se hizo
penosa, mientras volvía a su cuarto. Pero aquella emoción parecía más
bien signo de una fuerte voluntad que un acceso de temor. Dirigió una
mirada suplicante al cielo y se sentó junto a la mesa. Allí tomó su labor
y esperó con indiferencia afectada la llegada de Mathys.
El intendente apareció en la pieza y balbuceó algunas palabras corteses.
Aunque fuere día de trabajo, vestía sus mejores ropas, y para ponerse
sin duda a la altura de la situación, habíase puesto guantes blancos. Su
aparición en aquel traje solemne hizo temblar a Marta en los primeros
momentos, pero luego, dominada por la necesidad, se puso de pie
sonriendo y respondió al saludo de Mathys con suave amabilidad.
Esta acogida amistosa alentó al intendente, que se aproximó triunfante,
y le dijo con expresión ligera:
--Mi querida Marta, estáis sin duda sorprendida de verme en este traje,
¿verdad? Hace tiempo que algo me oprime el corazón... Separados por
una enojosa desinteligencia, una pena que no nos atrevíamos a confesar,
nos hacía sufrir a los dos; ahora vengo a romper el hielo... El hombre es
débil, no os enojéis... yo no tengo la culpa, Marta, de que vos seáis
hermosa... y que yo no sea insensible...
El intendente había creído que no le costaría el menor esfuerzo hacer su
pedido. Por lo que le había dicho Catalina, sabía que el aya acogería su
proposición con una alegría, si no ruidosa, por lo menos sincera.
Sin embargo, su tono familiar y el giro atrevido de sus frases habían
asustado a Marta, y, aunque hubiese conservado en sus labios una
sonrisa fingida, había en su mirada algo de severo que detuvo a Mathys
imponiéndole ser más respetuoso y reservado. No sabía ya qué decir, y
balbuceó confusamente:
--De veras... es algo extraño... cuando se está herido en el corazón... las
ideas se confunden. ¡El asunto me parecía tan fácil y sencillo!... En fin,

a los cuarenta o a los veinte, el amor es siempre el amor... He venido
para hablaros de una cosa que sin duda tiene que seros agradable y no
sé por dónde comenzar.
--Hacéis mal, señor--dijo el aya con voz dulce--. Hablad; sea lo que
fuere lo que tengáis que decirme, os escucharé con atención. Servíos
tomar asiento.
--En efecto, así estaremos mejor--prosiguió Mathys algo cohibido--.
Sentaos vos también, Marta. Parecéis estar inquieta. Teméis que la
condesa nos sorprenda, ¿verdad? No tengáis cuidado; la he hecho ir con
un pretexto fútil a la granja grande. Estará ausente una hora por lo
menos. Vamos, no somos niños. ¿Puedo hablaros, Marta, con
franqueza?
--Con toda franqueza, señor.
--Sí, pero no es como intendente del castillo, ni como vuestro superior
que os lo pregunto, sino como amigo.
--Sois demasiado bondadoso, señor.
--Está bien, no comenzamos mal--dijo Mathys restregándose las
manos--. En seguida nos entenderemos, Marta. Escuchadme: ¿Habréis
notado, verdad, cómo desde el primer día de vuestra llegada a Orsdael
os demostré amistad, cómo os protegí contra la crueldad y el odio de la
condesa, cómo espiaba vuestros pasos y os seguía para tener la
felicidad
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