porque él se imagina que lo amáis.
--¡Qué insolente!--interrumpió el aya--. ¡Amar a ese monstruo! Así que
lo veo, mi corazón se oprime, y la indignación me embarga.
--Ya lo sé, tendréis que fingir lo contrario y si os obliga a semejante
confesión decidle claramente que lo amáis. ¿Os espanta esta idea?
¿Tembláis como una caña? ¿Es tan grande la adversión que os inspira
Mathys?...
--Un horror que no puedo expresaros, Catalina. Oídme y juzgad. La
semana pasada castigó tan cruelmente a mi pobre Laura, que durante
varios días le quedaron las marcas en el cuerpo, los rastros de su
crueldad. ¡El miserable marcó sus uñas en las mejillas de mi hija! ¿Y
puedo decirle que le amo? ¿Quién sería capaz de violentar así sus
sentimientos? ¡Ah! por la felicidad de mi hija sería capaz de afrontar
mil muertes crueles, pero me falta valor para esta abdicación de mi
conciencia, para este suicidio moral.
--Y, sin embargo, no hay más remedio--dijo la campesina--, o
someteros a la odiosa necesidad o ser despedida de Orsdael, dejando a
vuestra hija entregada a sus verdugos.
La viuda estaba soportando dolores indecibles; su rostro se había
puesto de una palidez mortal, sus manos temblaban de fiebre, los
estremecimientos nerviosos recorrían todo su cuerpo.
--¡Qué situación tan terrible!--murmuró--El enemigo más cruel de mi
hija me hablará de amor. Tendré que prestar oído a sus galanterías
abominables... y decirle: «¡Os amo!», ¡manchar mis labios con estas
palabras impías!
Hubo un silencio bastante largo. Cuando Catalina creyó que la emoción
de su amiga se había calmado un tanto, repuso:
--Mi buena Marta, ésta es una batalla decisiva, tenéis que calcular las
probabilidades con fría prudencia, como un soldado que ve al mismo
tiempo la muerte y la victoria ante sus ojos. Quizá no tengáis que hacer
un esfuerzo semejante sobre vos misma. Le he suplicado a Mathys que
respete vuestro recato; quizá consigáis dejarlo satisfecho con algunas
palabras ambiguas. Esperemos que se mantendrá dentro de los límites
más estrictos; pero, sea como fuese, acordaos que tendréis que
arrepentiros eternamente si, por falta de voluntad, os condenarais a
vuestra hija y a vos a la desesperación y a la esclavitud. Tened
compasión de vuestra triste suerte. Daría gracias a Dios si pudiera sufrir
en vuestro lugar, pero...
En ese momento se abrió violentamente una de las ventanas del castillo,
y una voz irritada llamó al aya por su nombre.
--Es la condesa--exclamó Marta asustada--, he dejado pasar la hora...
Tenemos que entrar en casa... Alejaos, Catalina. ¡Ay! ¡cómo voy a ser
regañada e insultada!
La campesina se alejó diciendo:
--Cueste lo que cueste, Marta, es preciso que os vuelva a ver hoy;
quiero retemplaros para la prueba suprema. Yo también he emprendido
un combate contra los verdugos de vuestra hija.
La viuda murmuró acercándose a la joven:
--Sígueme, Elena, la señora condesa... tu madre nos llama.
La joven se puso a caminar silenciosamente al lado de su aya, hasta que
siguiendo por un sendero estuvieron fuera de la vista de la ventana.
Entonces le preguntó con voz casi ininteligible:
--Marta, ¿qué os ha dicho Catalina? ¡Qué pálida estáis! ¿Estáis
disgustada, verdad?
--No ha sido nada--balbuceó Catalina--, una triste noticia; en seguida se
me pasará esto.
--¡Esa Catalina! no le tengo mucha confianza, Marta. Es muy amable
con vos, pero siempre le sonríe con afecto al intendente. Puede que sea
una mala mujer.
--¡Una mala mujer!--repitió la viuda--. Es la bondad y la abnegación
misma; te quiere como si fueras su propia hija.
--Entonces, ¿la habéis transformado con vuestro incomprensible poder?
Antes venía con frecuencia al castillo y más de una vez oyó las crueles
injurias que mi madre me infería y nunca noté en su rostro la menor
señal de compasión.
--Elena, Elena, eres injusta sin saberlo. Esa mujer daría su sangre por
verte dichosa. Un día te explicarás este enigma... Ahora, cállate; ahí
viene el jardinero y podría oírnos.
II
El aya estaba sentada en su cuarto con la cabeza baja y los ojos
cerrados. De cuando en cuando, su pecho se alzaba y dejaba escapar un
triste suspiro.
Por fin irguió lentamente la cabeza y dirigió una mirada extraviada al
espacio. Una triste sonrisa vagó por sus labios; la expresión de su rostro
era mezcla de sufrimiento, resignación y desprecio. Muy luego, sus
sentimientos tomaron otra dirección. Buscó con la mano en su pecho,
sacó una caja de oro y la abrió. Miró durante algún tiempo con
expresión de espanto el retrato que encerraba. En la disposición de
espíritu en que Marta se encontraba, le pareció que los ojos del soldado
se animaban y la miraban con airado reproche. Esta ilusión adquirió en
su espíritu agitado una especie de realidad y apartó instintivamente
aquella imagen como la de un terrible acusador, y aproximó el retrato a
sus ojos,
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