La niña robada | Page 5

Hendrik Conscience
se aproximó a
la viuda, que se había ido a sentar en un banco algo apartado, vuelto de
espaldas al castillo.
--Siéntese a mi lado, Catalina--le dijo--, y hábleme despacio, pues el
bosque puede ocultar espías. ¿Qué os pasa? Tenéis los ojos llorosos.
--Sí, el corazón oprimido por el espanto. Vais a pasar por una prueba
suprema, Marta, y tiemblo al pensar que os falten las fuerzas
necesarias.

--¿Qué nuevo dolor me espera? No importa, mi valor no sucumbirá.
--¡Fatales ilusiones!--suspiró la campesina--. Sois tan dichosa en poder
saborear el amor de vuestra hija, que lo olvidáis todo y no hacéis más
esfuerzo para librarla de su triste esclavitud. Me temo que vuestra
debilidad y vuestra imprevisión van a ser causa de una gran desgracia.
--¡Qué infundado es vuestro reproche, Catalina! No transcurre un
minuto que yo no tenga presente el fin sagrado que me he propuesto.
--Lo creo, pero desde hace algunas semanas os negáis a hacer
sacrificios para conseguirlo. Habéis tratado al señor Mathys con una
frialdad tan altanera que ha acabado por declarar su intención de
alejaros del castillo mañana mismo.
--¡Dios mío!--exclamó la viuda con voz ahogada--. ¡Verme separada
quizás para siempre de mi desgraciada hija! Y no sé nada aún; nada,
sino que no tengo derechos para hacer reconocer mis derechos
maternos.
--Tened paciencia, Marta, todo depende de vuestra voluntad y
resolución de espíritu: se os deja el derecho de elegir; estáis llamada a
decidir vos misma vuestra suerte. Sí, sí, conocéis hasta qué punto puede
y debe extenderse el sacrificio de una madre; pronto vais a saberlo,
porque contáis para ello con un medio infalible. Si vaciláis, si llega a
faltaros la energía necesaria, mañana os veréis lejos de Orsdael y
vuestra hija seguirá siendo la víctima de la señora Bruinsteen, hasta que
una muerte prematura o una enajenación mental corone la maldad de
sus verdugos.
--¡Por Dios, tenedme lástima, Catalina; hablad claramente! ¿Por qué me
torturáis así?
--Es necesario, Marta; tenéis que comprender que la menor debilidad
puede volverse un crimen, y que vuestra respuesta va a decidir como un
fallo supremo respecto de la vida de vuestra hija y de vuestra felicidad
misma.

Dicho esto, tomó la mano de su amiga y agregó con tierna compasión:
--Tened valor y escuchadme con calma... El señor Mathys quiere hacer
para con vos una tentativa solemne y decisiva. Mañana os propondrá...
os preguntará si queréis ser su mujer. No lo rechacéis.
--La mujer de Mathys--exclamó la viuda con extrema palidez en las
mejillas--. ¿Yo la mujer de ese hombre vulgar y bajo?
--Os equivocáis respecto al sentido de mis palabras--interrumpió la
campesina--. No digo que debéis ser la esposa de ese hombre
despreciable. Aceptad su proposición en apariencia. Hay cien medios
para retroceder después. Mientras tanto, como prometida de Mathys,
tendréis el derecho de interrogarle sobre su vida pasada, y, si sois hábil,
el descubrimiento del secreto no podrá escaparos. La felicidad de
vuestra hija es el precio de vuestro sacrificio. ¿No encontraréis en
vuestro corazón de madre la fuerza necesaria para conquistarla? Vamos,
querida Marta, tranquilizadme; decidme que también soportaréis con
valor esta última prueba. ¿Cómo no me respondéis?
--¡Oh, dejadme llorar!--dijo Marta sollozando--; las lágrimas calmarán
un poco mi angustia y disiparán el aturdimiento de la cabeza.
--Por amor de Dios, Marta, no perdamos tiempo. Pueden sorprendernos
a cada instante e interrumpirnos en nuestra conversación. La suerte de
vuestra hija está en vuestras manos, tened piedad de ella. Decidid: ¿será
Laura libre y feliz, o estará condenada a una muerte lenta? ¡Hablad,
libradme del miedo que os hace temblar!
Marta respondió con una sonrisa penosa.
--¿Hacerle creer que consiento en ser su mujer? Eso es hoy lo que se
exige de mí. Pues bien, si creéis que esa palabra puede salvar a mi hija,
la pronunciaré. Orad, Catalina, para que mi valor sea más fuerte que mi
desprecio, que mi indignación.
--Gracias, gracias; hice mal en dudar de vuestra fuerza de voluntad.

--¡Chito! No habléis más, oigo un ruido tras de las plantas--interrumpió
Marta.
Se pusieron a escuchar en silencio; era el jardinero que pasaba por el
sendero cargado con un haz de largas ramas que rozaban con el follaje.
Pasó sin reparar, aparentemente al menos, en las dos mujeres. Dirigió,
sin embargo, una mirada de soslayo a la señorita, y se encogió de
hombros con una expresión medio irónica, medio compasiva, viéndola
sentada en el banco con la cabeza gacha, como una verdadera loca.
--Escuchad, querida Marta--prosiguió Catalina--, preparaos para recibir
la declaración de amor del intendente; en esa solemne entrevista no
dejará de demostraros una exaltación de afecto. Si lo rechazáis con una
frialdad visible, se convencerá de que le odiáis, y llevará a cabo su
primera resolución.
--No, Catalina, me dominaré para hacerle creer que le escucho con toda
gratitud.
--Eso no basta,
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