La niña robada | Page 4

Hendrik Conscience
de amor.
Ofenderíais su honesta reserva, y no debo ocultároslo, y se marcharía
de Orsdael para preservar su honor de toda apariencia de debilidad.
--Está bien, Catalina, podéis estar tranquila; conozco un medio seguro
de salvar todas las dificultades--dijo victoriosamente Mathys--. Mañana,
probablemente, el aya os traerá la noticia de que me ha confesado su
afecto sin haber temblado ni sonrojado.
La campesina lo miró con sorpresa.
--Es bien sencillo--exclamó--, voy a proponerle que se case conmigo...
¿Por qué lanzáis ese grito de inquietud? Os he comprendido. Mientras
Marta no sea para mí más que una sirvienta, tiene que sonrojarse de su
amor; pero así que tenga la certidumbre de ser mi mujer, tendrá, por el
contrario, mil razones para estar orgullosa de mi amistad. ¿No es ése
vuestro modo de pensar?
--Sí, sí--balbució Catalina estremeciéndose--. Pero, ¿acaso queréis
proponerle el matrimonio tan pronto, mañana mismo?
--¿Para qué esperar y prolongar su tristeza? Ese era desde hace tiempo
mi propósito. Después de la feliz seguridad que me habéis dado, no
tengo por qué vacilar.
--Creo que eso la llenará de felicidad... pero... pero, ¿y si por casualidad
no aceptara?
--¿Si no aceptara?--repitió el intendente con una mueca de
desconfianza--sería la prueba de que me habéis engañado, Catalina, y
claro que después de este ultraje, no soportaría ni un momento su
presencia en el castillo. Pero ¡bah! ¡bah! no es posible que me rechace.

Este casamiento debe hacerla feliz, yo poseo una linda fortunita, Marta
no tendría que servir a nadie y pasaría una vida fácil y agradable...
Catalina caminó silenciosamente durante algún tiempo mientras
Mathys se restregaba las manos y se entregaba a rientes reflexiones. La
campesina se detuvo de pronto a la entrada de un sendero.
--Disculpadme, señor intendente, es muy honroso para la mujer de un
pobre guardabosque ir a la aldea así, en compañía de su amo, pero es
preciso pasar allá por la pequeña huerta para comprar lino para la
cortijera que me espera a las nueve.
--Está bien, Catalina, os doy los buenos días. Pasado mañana, el aya os
hará saber que va a ser la esposa legítima de Mathys. Será una alegre
boda, y como me habéis sido útil en este asunto, haré de modo que
asistáis a ella. Hay tras de vuestra casa, cerca del bosque, un retazo en
que hubo cebada. Desde mañana podéis cultivarla, os la doy en
locación.
La campesina balbuceó un agradecimiento, y se alejó por el sendero
que estaba cercado de zarzas a ambos lados. Caminaba muy lentamente
y echaba, de cuando en cuando, una mirada a través del follaje, para ver
si el intendente no había llegado a la vuelta del camino. Así que lo vió
desaparecer tras el ángulo del bosque, se volvió hacia el camino y se
dirigió a pasos precipitados al castillo.
Estaba asustada y triste; el corazón le latía con violencia.
¡Qué imprudencia había cometido! Reducida por la necesidad a
emplear un medio extremo, creyó que debía salvar a su amiga de una
mentira, y ahora esa mentira se iba a volver contra ella para asestarle un
golpe irreparable y hacerla echar de Orsdael.
Al caminar se hablaba a sí misma y se torturaba el espíritu a fin de
reparar, si era posible, el mal que había hecho involuntariamente. No le
quedaba más esperanza que decidir a Marta a representar hasta el fin su
triste comedia con el intendente. Catalina sabía bien que su amiga
acogería ese consejo con horror, tanto más cuanto que había

sorprendido por sus palabras que el odio del aya hacia él no había
hecho sino aumentar; pero, ¿qué hacer contra un concatenamiento de
circunstancias fatales? Y puesto que Marta había emprendido una lucha
legítima contra los ladrones y verdugos de su hija, ¿por qué
retrocedería ante el papel que tenía que proseguir, cuando la libertad de
su pobre Laura podía ser el precio de ese nuevo sacrificio?
Catalina llegó pronto al llano en medio del cual se levantan las torres
de Orsdael, y, desde la elevación en que se encontraba, miró hacia
todos los lados. De pronto lanzó una exclamación de alegría y de
sorpresa. Veía al aya sentada con Elena en un banco del jardín, detrás
del castillo.
Estaban completamente solas; allí sólo estaba el jardinero, y estaba
trabajando a una gran distancia.
La campesina acortó el paso, afectó un aire indiferente, y se puso a
avanzar despacio, como si se paseara, hacia el cerco y penetró en él.
Desde lejos hizo un llamado premioso al aya. Esta, sorprendida por
aquellos ademanes insólitos, se levantó y le dijo a la señorita:
--Elena, quédate aquí en el banco, Catalina tiene algo importante que
decirme, finge que no la has visto.
--Está bien, mi buena Marta--respondió la joven--, no me moveré de
aquí.
La campesina avanzó silenciosamente por el sendero, y
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