La niña robada | Page 3

Hendrik Conscience
el fracaso aparente de su tentativa, Catalina le dijo con
voz suplicante:
--Puedo preguntaros, señor intendente, ¿qué es lo que habéis decidido
respecto de mi amiga? ¡Ah, tenedle compasión! Si le quitáis vuestra
generosa protección no tendrá ningún recurso de vida, y quizá se vea
reducida a ser sirvienta en una casa humilde. ¡Una mujer de nacimiento
tan distinguido, y tan bien educada! ¿Puedo confiar en vuestra bondad,
señor?
--Dentro de dos días se habrá marchado--respondió el intendente que
creía que Catalina sabía más de lo que había dicho, y que el temor le
induciría a hacer una declaración más completa.
--¡Tened lástima, señor!--exclamó la campesina con verdadera
inquietud.
--Nada de lástima; su ingratitud tiene que ser castigada; quiero
recuperar mi tranquilidad.
Catalina siguió durante algún tiempo indecisa; era evidente que luchaba

contra un sentimiento doloroso; pero de pronto exhaló un profundo
suspiro; acercó la boca al oído del intendente, y balbució con voz
agitada:
--¡Vos lo habéis querido! Me arrancáis el secreto de mi desgraciada
amiga... Pues bien, sí, os ama, piensa en vos, y ese amor irresistible es
la causa de su pena. Me lo ha dicho y repetido más de una vez,
derramando abundantes lágrimas. ¿Estáis contento ahora, señor?
El intendente tomó ambas manos de la campesina, y, mirándola en los
ojos con una alegría casi insensata, exclamó:
--¡Oh Catalina! ¡Catalina! repetídmelo, afirmádmelo una vez más. ¿De
veras, esa frialdad es sólo la máscara de un amor secreto? ¿Me ama
Marta, de veras, con sinceridad de un alma pura...? ¿Estáis bien cierta
de esto, en verdad? ¿Ella misma os lo ha dicho de un modo claro y
distinto, que haga imposible toda equivocación?
--Ay, señor--suspiró Catalina con una tristeza verdadera--, ¿por qué me
habéis arrancado esta revelación? No voy a ser capaz de mostrarme a
los ojos de mi amiga después de semejante deslealtad.
--Pero no, os alarmáis sin motivo. Marta, por el contrario, debe estaros
agradecida. Sin vos yo hubiera cometido una injusticia; mañana mismo
habría recibido la orden de dejar Orsdael para siempre.
--Y ahora, ¿quién sabe si se quedará?
--Ahora se quedará, y si la condesa quisiera hacerle la vida demasiado
amarga y no la tratara bien, yo soy capaz de todo por defenderla. Podéis
estar tranquila, os recompensaré a vos también; los honorarios de
vuestro marido serán aumentados; tendréis más tierras que cultivar.
Seguid, Catalina; ahora me siento más ágil y con el corazón más
contento. Mientras vamos andando volveremos a hablar de este asunto.
Volvieron a ponerse en marcha. El intendente siguió demostrando su
alegría. Cuanto antes trataría de hablar a Marta y pedirle perdón por sus
sospechas mal fundadas, y hacerle comprender por medio de palabras

buenas que conocía la causa de su pesar.
Catalina no hacía más que suspirar mientras él hablaba.
--¿Qué es lo que os apena tanto?--le preguntó--. Parece que tuvierais
ganas de llorar.
Catalina estaba muy triste, en efecto. Para salvar a su amiga amenazada,
había tenido que recurrir a una mentira peligrosa. ¿Qué iba a suceder
ahora; si el intendente, alentado por la falsa revelación, se ponía a
asediar a Marta con su afecto más vivamente que nunca? La áspera
acogida con que lo recibiría lo llenaría de enojo, y la viuda sería
inexorablemente despedida. Catalina no sabía qué hacer; su única
esperanza era conseguir que aquel hombre presuntuoso se condujera
con Marta respetuosa y moderadamente. El le repitió su pregunta:
--¿Por qué estáis tan afligida?
--Vuestras palabras me asustan, señor--le respondió--. Tenéis la
intención de declararle a mi pobre amiga que sentís afecto por ella y
que sabéis que su corazón no es indiferente a vuestra amistad. ¡Por
Dios os pido evitadle esa vergüenza! No la hagáis sonrojarse en vuestra
presencia; huiría indudablemente de Orsdael...
--¡Cómo es eso!--murmuró Mathys--, ahora sí que no os comprendo.
Me ama, yo la amo; no se atreve a decírmelo; quiero hacer lo posible
para que la confesión sea ligera y fácil, y eso la haría huir como si fuera
objeto de un sangriento ultraje. ¿Qué significa eso? ¿hay acaso otros
secretos que yo no conozco?
--No, señor intendente, no hay otros; pero tenéis que ser justo y
reconocer la delicadeza de vuestra posición delante de mi pobre amiga.
¿Qué sois para ella? Un amo que le demuestra amistad; y ella no es
para vos, ¿verdad?, más que una sirvienta que os debe obediencia. Es,
pues, natural que haga esfuerzos para ocultar un sentimiento que debe
inspirarle temor y vergüenza.
El intendente bajó la cabeza y sonrió a sus propios pensamientos, como

si aquellas palabras hubiesen determinado en su espíritu una reflexión
brusca.
--Sería generoso de vuestra parte--continuó Catalina--, que
considerarais de vuestra parte la timidez de Marta. No podréis darle
mayor prueba de afecto que contentaros con la revelación que me
habéis arrancado... Por Dios, señor, os lo ruego, no le habléis
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