La copa de Verlaine | Page 7

Emilio Carrère
de las hambres art��sticas.
Por eso los aprendices de literato se lanzan a la Puerta del Sol, intr��pidos argonautas del vellocino de cobre. Pero no todos los que comen en la Precisa y en Pr��culo y los que duermen en la y��cija de Han de Islandia son intelectuales. La mayor��a s��lo son navegantes... que en las turbias aguas tienden su anzuelo a la sombra de la bohemia pintoresca.
Porque, en realidad, lo que m��s les interesa es ir comiendo (vidas vac��as, paral��ticas, ex vidas en las que los ideales se han desmoronado), y por ello s��lo se afanan los operadores, los piruetistas, toda la seudoliteraria gallofa de este momento.

La ��ltima copa de Edgard Poe
EN los banales y sutiles ajetreos de la far��ndula pol��tica, en que el favoritismo se yergue en divinidad sobre su propia bahorrina, es edificante la evocaci��n de un episodio hondo de desolaci��n inquietante y cruel, de la vida extra?a de aquel inadaptable genial, de ?aquel celeste Edgardo? cuyo nombre figura en esa f��nebre antolog��a de anormales y degenerados entre los otros grandes locos: Nietzsche y Baudelaire.
Poe fu�� un precursor de esta moderna opini��n de que la ciencia debe ser el fundamento de todo arte. Qu��mico, matem��tico, m��dico, oficiante solemne de las capillas herm��ticas de abstrusas ciencias, su paso funambulesco por la vida tiene algo de liturgia alada, real y demon��aca a la vez. A trechos por el ultramisticismo de apoteosis de sus poemas pasa una desolada sombra de horror: el ala angustiadora y proterva del monstruo del alcohol.
Y as�� nos ha dado las m��s hondas y raras impresiones que artista alguno di�� a la humanidad en todos los tiempos. Hay en ��l voces misteriosas, ang��licas, ungidas; iniciaciones de todos los arcanos; ecos del cielo, de la tierra y tambi��n del infierno. Tal vez fuera la noche, en cuyo seno vagaba borracho en todas las ciudades y a todas las horas; la noche, tan medrosa, tan arist��crata, tan reveladora, la que pon��a en su coraz��n esas palabras ultrahumanas, tan ��nicas en su regia originalidad, tan perennemente emocionales.
Y tambi��n como en ��sta, en aqu��lla y en todas las ��pocas, hab��a una dorada median��a culta, un reba?o de hombres equilibrados, f��cilmente moldeables a todas las formas y a todas las conveniencias; una humanidad correcta, honorable, de tan glorioso sentido com��n, que rechaz�� de su seno, babe�� la reputaci��n y mordi�� la sandalia de aquel extravagante perturbador de la buena armon��a de las costumbres, de aquel inadaptable inmoral. Y se di�� el caso estupendo de que en alg��n peri��dico le pagasen menos dinero que a los dem��s, reconociendo la superioridad de su talento; y por eso mismo, porque su arte era ?demasiado original?.
Y esa cualidad no la perdonan nunca la poetambre, ni los paladines de la frase hecha.
Avanzando en la miseria hosca, en la confidente soledad que le era tan amable; eterno trashumante, muerta su mujer, la dulce Virginia, esa bella sombra a?orante que pasa por los versos de El Cuervo, esa ?incomparable y deslumbradora doncella que los ��ngeles llaman Leonor?, errando, pues, por el mundo, lleg�� a Baltimore la noche antes de unas elecciones de diputados.
La ciudad herv��a en la agitaci��n hura?a de esos momentos. Poe entr�� en una taberna y bebi��, bebi�� incesantemente en uni��n de un antiguo y fatal camarada que el azar le depar��.
Ya a la madrugada, en ese punto visionario y absurdo de los borrachos, en que el alcohol hace bailar a todas las cosas una zarabanda fant��stica, habiendo sido reconocido por algunos, el poeta se vi�� obligado a recitar sus versos entre el ulular delirante del concurso y el ambiente pl��mbeo, homicida, del antro.
Una de las muchas rondas que recorr��an la ciudad reclutando a lo florido del hampa, a los bigardos y galloferos de todas partes que andaban lampando por las calles, para acarrearlos a votar al d��a siguiente, top�� con el grupo de borrachos en que iba Poe, y todos juntos fueron encerrados en una mazmorra donde les dieron de beber, de beber hasta el enloquecimiento.
El poeta, que estaba consumido por ese horrible mal que se llama combusti��n espont��nea, vot�� al d��a siguiente entre aquel enjambre borroso y hediondo, y, al apurar la ��ltima copa que le brindaron, cay�� definitivamente herido por el delirium tremens.
Pocas horas despu��s muri�� aquel portentoso artista en el an��nimo desconsolador de un hospital. Sus compatriotas se cebaron cruelmente en su memoria, y el periodista Rufus Griswold, que hab��a sido su amigo, hizo una repugnante campa?a de difamaci��n, caliente a��n el cad��ver de aquel desgraciado superior.
La vida del cantor de Ligeia, esa extraordinaria mujer, prodigio de carne y maravilla de inteligencia, nos da la impresi��n de una negra pesadilla, de una taumat��rgica alucinaci��n de opio, por donde vaga la sombra son��mbula de ese triste disc��pulo de un fatal y desventurado maestro, cuya voz repite ese ��nico y desolado estribillo:
?Nunca m��s.?

Los poetas borrachos
YO
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