La copa de Verlaine | Page 4

Emilio Carrère
pero, a veces, se dormía y la palmatoria rodaba por la cama, con grave peligro de incendio.
Acaso bebía un poco o se entregaba al opio; lo cierto es que sus extravagancias se hicieron muy frecuentes. Hubo que llamar al médico, cosa que indignó mucho a Nerval, que no comprendía la ingerencia de la ciencia total, porque un día se paseó por el Palais Royal, llevando tras sí un cangrejo sujeto por un largo cordón azul. ??Acaso--decía--un cangrejo es más ridículo que un pato, que una gacela, que un león o que cualquier otro animal de que pueda uno hacerse seguir? A mí me gustan los cangrejos porque son pacíficos, serios, saben los secretos del mar, no ladran ni asustan a las gentes como los perros, que tan antipáticos le eran a Goethe, el cual, sin embargo, no estaba loco?.
Tenía la preocupación del mundo invisible y de los mitos cosmogónicos, y cultivó los círculos misteriosos de Swendenborg y, del clérigo Terrasson. En un viaje que hizo por Oriente compró una esclava ?de piel dorada y de cabellos rubios y el pecho pintado de soles?. Iba a documentarse para escribir un poema de la reina de Saba y de Salomón, y se dirigió al Líbano.
Fué huésped de los jefes drusos y maronitas, ?semejantes a los burgraves del siglo XIII?.
Bien pronto olvidó los motivos literarios de su viaje, y quiso penetrar la doctrina secreta de los drusos. Un día, jinete en su caballo blanco, fué a visitar al Cheih Said Escherazy para pedirle la mano de su hija, ?la attaké? Siti Salema. Esta virgen drusa aceptó a Gerardo de Nerval, le dió un tulipán y plantó un arbolillo, que debía crecer con sus amores. Pero el poeta, un día que iba a ver a su prometida, divisó un escarabajo y, tomándolo por mal augurio, renunció a su pintoresco enlace. Con todas estas noticias, conociendo su labor poética, sus inquietudes filosóficas y su fértil imaginación, que contrastaba con su vida de bohemio menesteroso, este soneto epitafio tiene un gran interés de emoción:
SONETO EPITAFIO
A ratos vivió alegre, igual que un gorrión, este poeta loco, amador e indolente; otras veces, sombrío cual Clitandro doliente... Cierto día, una mano llamó a su habitación.
?Era la Muerte! Entonces, él suspiró:--Se?ora, dejadme urdir las rimas de mi último soneto--. Después cerró los ojos--acaso, un poco inquieto ante el helado enigma--para aguardar su hora...
Dicen que fué holgazán, errátil e ilusorio, que dejaba secar la tinta en su escritorio. Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido.
Y una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fué preguntando:--?Para qué habré venido?
Dijeron que se había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio rimado demuestra lo contrario. Se fué de la vida en la cumbre de una de esas crisis morales en las que acaso el hombre alcanza mayor lucidez. ?Quién lo sabe!...

Hábitos y extravagancias de los escritores
EL público que ha sentido la emoción de la poesía, que ha reído con las comedias y que ha seguido febril por el interés los episodios de un héroe de novela, tiene, sin duda, una gran curiosidad por saber cómo han sido escritas las obras literarias de su predilección. Aparte de las interesantes visitas de nuestro Caballero Audaz, muy poco se ha cultivado en Espa?a esta literatura íntima y anecdótica: únicamente los que establecemos nuestro despacho en la mesa de un café ofrecemos un pedazo de intimidad al interés de los lectores. Zamacois, Roberto Castrovido, escriben sus admirables novelas y sus artículos maravillosos sobre una mesa de mármol, con un tinterillo menguado, entre el bullicio, envueltos en el humo de las salas de un cafetín de barrio. Es éste un milagro de aislamiento entre la muchedumbre, para el que es preciso una gran fuerza mental.
Valle-Inclán escribe en la cama, con lápiz. El pobre y grande Felipe Trigo no podía trabajar sino en unas cuartillas en un tama?o de octavo menor. Uno de nuestros más terribles revolucionarios, que tiene la suerte de estar casado con una bella dama andaluza, urde sus furibundos artículos... envuelto en un mantón de Manila de su esposa. No digo su nombre para evitarle el sonrojo ante los terribles compa?eros del Comité de barrio.
Los franceses han cultivado mejor este género de literatura íntima. Así sabemos detalles interesantes y pintorescos. Moliere leía sus comedias a su criada conforme las iba escribiendo. Cuando a la buena mujer no le agradaba una escena el poeta la tachaba. Era su previa censura, el mismo espíritu del público para el cual escribía.
El poeta Delille era muy perezoso, y su mujer le encerraba con llave para que trabajase. Ella se iba a dar un paseo o a ver escaparates, y si acaso llegaba alguna visita, el pobre poeta secuestrado abría el ventanillo y exclamaba, con una resignación
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