y piadoso que les hace olvidar que son muy pobres y demasiado viejas...
Aparte de los aprendices de literato, los demás eran el bajo fondo de la clase media. Los literatos no pertenecen a ninguna clase social. Don Uriarte de Pujana, por ejemplo, confía en ser jefe del Estado de un momento a otro, tiene amores con grandes duquesas y cena chicharrones en cualquier tabernón. Esto es: la política, la aristocracia y el pueblo que se funden en el radio de acción de nuestro intrépido amigo.
El restaurante del Loro--tenía un magnífico y odioso loro disecado pendiente del techo--presentaba ?las mismas condiciones de economía y pulcritud?. Allí oímos cantar por primera vez a una gentil cantatriz que después conquistó puestos honrosos en el Arte. Cantó la ?Siciliana? de Cavalleria rusticana; todos los poetas nos enamoramos repentinamente de ella y la dedicamos apasionados sonetos. Su padre, que era zapatero, muy emocionado por nuestra ofrenda, se brindó heroicamente a componernos las botas a todos los poetas, gratuitamente.
Muchas familias de ?náufragos provincianos? caían en los figones, ?personas decentes? que rodaban los escalones de la penúltima miseria. Haremos notar que nunca se debe decir la última miseria; es una imprudencia que puede molestar a la Desgracia, y entonces nos apretará más el resuello. Siempre hay mayores extremos de dolor, y callar es bueno. Estos provincianos adquieren de la corte la misma opinión de madama Zarathustra:
--?En Madrid se come muy mal!
Se come mal y se duerme mal... y caro. A los vagabundos que no tienen domicilio fijo y duermen en las posadas les cuesta siete u ocho duros al mes y no tienen casa en realidad, sino una yácija para tirarse de noche. Notad qué importancia adquieren estos menesteres de dormir y comer en la contemporánea literatura de costumbres. El aprendiz de literato a?ade la musa de la alimentación a las otras nueve hermanas.
Hay algunos habituados a La Precisa y a los dormitorios de la calle de Pe?a de Francia o de casa de la Coja. Son los espíritus paralíticos que no saldrán jamás de ese ambiente que si es pintoresco, también es amargo. Es igual que la bohemia, que es un puente que se pasa bien en la juventud; pero es peligroso seguir de por vida de bracero con esta triste querida del arroyo, que al par de nosotros va envejeciendo y en seguida pierde su salvaje belleza y la alegría de la primera hora ilusionada.
El viejo poeta Nerval
GERARDO de Nerval es un nombre desconocido de nuestro público. Fué un gran poeta francés que, hace muchos a?os, una noche lúgubre de enero, se fué de la vida, ahorcándose del hierro de un tragaluz, en la horrible y sucia calleja de la Vieille Lanterne, en un rincón del París de los apaches y de las buscadoras de amor.
Perteneció a la generación literaria de Gautier, de Balzac, de Baudelaire, de Murger y de Houssaye; época de la bohemia dorada, pintoresca y espiritual. Los amplios bolsillos de su levita negra eran una amplia biblioteca ambulante. Libros de versos, de filosofía, de estética, e innúmeros cuadernos de apuntes. Nerval amaba lo raro en la vida y en los libros; fué un profundo orientalista--además de un exquisito poeta--, y se inició en todos los ritos esotéricos. Tradujo el Fausto, y Goethe le escribió estas palabras: ?Nunca me he entendido mejor que cuando os he leído?.
En 1836 publicó su Bohemia galante. Hizo, con Gautier, la crítica teatral en La Presse, y publicó interesantes trabajos; pero era un hombre tímido y solitario que desde?aba la popularidad y los firmaba con seudónimos distintos. Tenía la inocente vanidad de que se le creyese un perezoso, y, en realidad, trabajaba intensamente, sin darle importancia, en un rincón de cualquier cafetín solitario, dando tregua a sus lecturas profundas y eruditas.
Dedicó la mayor parte de sus horas a crearse una vida fantástica y únicamente interior, que para él tenía una absoluta realidad, como aquel M. Joyeuse, de Daudet. Cualquier detalle que veía al paso hería vivamente su imaginación; el resto de la novela se elaboraba rápidamente en su laboratorio mental. Se enamoró de una belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cari?o; pero un día que la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fué a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fué a parar a casa de Gautier... donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella desconocida.
Tenía la fiebre de la lectura. Leía acostado doce horas de un tirón, y encontró un modo extravagante de alumbrado: ponía en equilibrio sobre su cabeza una gran palmatoria de cobre, que iluminaba perfectamente las páginas;
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