La copa de Verlaine | Page 5

Emilio Carrère
un poco cómica:
--?Estoy cautivo! Le ruego tome asiento en la escalera; mi esposa no puede tardar en venir.
Cuando ésta llegaba, hacía entrar a los visitantes con visible malhumor, porque durante el tiempo de la visita el poeta no trabajaba. Delille solía recitar algunas estrofas del poema que estaba componiendo; pero su esposa le interrumpía violentamente:
--?Eres un camello! No digas el argumento de lo que escribes, porque alguno de estos se?ores te lo puede robar.
Delille se ponía colorado y los amigos se marchaban haciendo furiosas protestas de honradez literaria. En seguida la se?ora le colocaba las cuartillas delante.
--Ahora, querido poeta, a ganar el tiempo perdido.
--Si he trabajado mientras tú no estabas en casa.
--No importa. Tú sabes que cada línea nos vale cinco francos aproximadamente. Es preciso hacer versos, hasta veinte duros, antes de almorzar.
Y le dejaba encerrado con llave en su despacho.
Balzac fué también un forzado del trabajo literario. Murió literalmente víctima del exceso de labor. Se acostaba a las seis de la tarde y se levantaba a las doce de la noche, se envolvía en una especie de capuchón frailuno, tomaba un gran tazón de café y a la luz de una ara?a de siete bujías trabajaba hasta las doce de la ma?ana. Conforme iba escribiendo arrojaba las cuartillas al suelo, sin leerlas y sin numerarlas. A las doce entraba su criado a traerle el almuerzo, recogía las cuartillas esparcidas y las llevaba a la imprenta.
Los impresores temían a las cuartillas de Balzac. Era para ellos como una pesadilla. En pruebas, las rehacía totalmente. Teófilo Gautier describe de este modo pintoresco las pruebas de imprenta de Honorato de Balzac:
?Unas rayas gruesas partían del principio, del centro, del fin de las frases hacia las márgenes de arriba a abajo, de izquierda a derecha, con infinitas correcciones. A veces parecía un castillo de pirotecnia dibujado por un ni?o. Del texto primitivo apenas quedaban algunas palabras. El autor trazaba cruces, círculos, signos griegos, árabes..., figuras ininteligibles, todas las llamadas imaginables, para fijar la atención del tipógrafo. Tiras de otro papel atiborradas de escritura iban adheridas a las pruebas con alfileres?.
Gautier escribía muy de prisa. Las novelas que publicó en La Prensa las iba haciendo diariamente en la misma imprenta, entre el ruido ensordecedor de las máquinas. Aurora Dupin gozaba de parecida facilidad. Trabajaba de un tirón ocho horas diarias, con la condición ineludible de que había de ser por la noche.
Todo lo contrario fué el gran novelista Gustavo Flaubert, que después de horrenda lucha con su estilo torturado, en una sesión de diez horas sólo podía producir una cuartilla impecable, eso sí, y maravillosa.
Alejandro Dumas, padre, se contentaba con un vaso de limonada. Balzac hacía un enorme consumo de café, y Aurora Dupin, la Jorge Sand, fumaba como un marino. Alfredo de Musset buscó en el ajenjo, el terrible y literario brebaje, la inspiración que le abandonaba después de la catástrofe espiritual de Venecia, cuando su amante le burló con el médico Pagello.
Gerardo de Nerval, el admirable poeta bohemio, tan desconocido en Espa?a, no podía escribir en su casa... cuando la tenía. Si una revista le encargaba un artículo, se iba a cualquier café. Sacaba de su bolsillo el tintero, un montón de plumas, papeles, libros. Era todo su ajuar. Cuando acababa de escribir el título llegaba un amigo inoportuno. Gerardo volvía a guardar su biblioteca ambulante y se marchaba a otro café, donde la escena solía repetirse. Y así, al cabo de recorrer todos los cafetines, podía terminar su labor.
Villieres de l'Isle-Adam, el autor de Cuentos crueles, se retiraba a su casa al amanecer y dormía hasta las doce. Se bebía una taza de caldo y en seguida se disponía a escribir, sin levantarse de la cama, sostenido por varias almohadas. Tenía a su alcance muchos lapiceros, y trabajaba hasta las nueve de la noche, hora en que se levantaba para ir a pasar el resto de la noche en alguna taberna de Montmartre.
El más lamentable era Paul Verlaine, vagabundeando por las zahurdas del París nocturno, borracho de ajenjo. El poeta de La cabeza de fauno se sentaba junto a un vaso del glauco veneno con una hoja de papel. A veces garrapateaba algunos versos, musitando palabras confusas, o bien arrojaba la pluma con rabia, se retorcía las manos o las agitaba en el aire, con estremecimientos de epilepsia. Después apuraba su vaso y tornaba al trabajo, como un sonámbulo.
La manera de escribir, los estimulantes y las íntimas extravagancias de los escritores célebres son un curioso detalle de su psicología y ofrecen un gran interés para los lectores. Por eso mismo hemos recogido estos apuntes anecdóticos esparcidos acá y allá en las biografías y en las revistas francesas, más curiosas de la vida al detalle de los grandes hombres que las revistas espa?olas.

Los argonautas del vellocino de... cobre
SEGURAMENTE vosotros, buenos burgueses, tenderos
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