La Tribuna | Page 7

Emilia Pardo Bazán
m��sica y de la alegr��a de un benigno domingo de marzo, en que el sol sembraba la regocijada atm��sfera de ��tomos de oro y tibios efluvios primaverales. Amparo se dej�� llevar por la corriente y presto vino a encontrarse en el paseo.
No ten��a entonces Marineda el parque ingl��s que, andando el tiempo, hermose�� su recinto: y las Filas, donde se daban vueltas durante las ma?anas de invierno y las tardes de verano, eran una estrecha avenida, pavimentada de piedra, de una parte guarnecida por alta hilera de casas, de otra por una serie de bancos que coronaban toscas estatuas aleg��ricas de las Estaciones, de las Virtudes, mutiladas y privadas de manos y narices por la travesura de los muchachos. Sombreaban los asientos acacias de tronco enteco, de clor��tico follaje (cuando Dios se lo daba); sepultadas entre piedras por todos lados, como prisionero en torre feudal. A la saz��n carec��an de hojas, pero la caricia abrasadora del sol impel��a a la savia a subir, a las yemas a hincharse. Las desnudas ramas se recortaban sobre el limpio matiz del firmamento, y a lo lejos el mar, de un azul met��lico, como pavonado, reposaba, vi��ndose inm��viles las jarcias y arboladura de los buques surtos en la bah��a, y quietos hasta los impacientes gallardetes de los m��stiles. Ni un soplo de brisa, ni nada que desdijese de la apacibilidad profunda y so?olienta del ambiente.
Ca��do el pa?uelo y recibiendo a plomo el sol en la mollera, miraba Amparo con gran inter��s el espect��culo que el paseo presentaba. Se?oras y caballeros giraban en el corto trecho de las Filas, a paso lento y acompasado, guardando escrupulosamente la derecha. La implacable claridad solar azuleaba el pa?o negro de las relucientes levitas, suavizaba los fuertes colores de las sedas, descubr��a las menores imperfecciones de los cutis, el salseo de los guantes, el sitio de las antiguas puntadas en la ropa reformada ya. No era dif��cil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con pu?o de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascend��an de mil leguas a importaci��n madrile?a, indicaban a las due?as del cetro de la moda. Las gentes pasaban, y volv��an a pasar, y estaban pasando continuamente, y a cada vuelta se renovaba la misma profesi��n por el mismo orden.
Un grupo de oficiales de Infanter��a y Caballer��a ocupaba un banco entero, y el sol parec��a concentrarse all��, atra��do por el resplandor de los galones y estrellas de oro, por los pantalones rojo vivo, por el relampagueo de las vainas de sable y el hule reluciente del casco de los roses. Los oficiales, gente de buen humor y j��venes casi todos, re��an, charlaban y hasta jugaban con un enjambre de elegantes ni?as, que ni la mayor sumar��a doce a?os, ni la menor bajaba de tres. Ten��an a las m��s peque?as sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre s��, cuando realmente s��lo atend��an a la conversaci��n de los militares. Al otro extremo del paseo se oy�� entonces un grito conocid��simo de la chiquiller��a.
--Barquilleeee��....
--Batilos... a m�� batilos, chill�� al o��rlo una rubilla carrilluda, que cabalgaba en la pierna izquierda de un capit��n de infanter��a portador de formidables mostachos.
--Nisita, no seas fastidiosa: te llevo a mam��--amonest�� una de las mayores, con gravedad imponente.
--Pu�� teo batilos, batiiilos--berre�� descompasadamente la rubia, colorada como un pavo y apretando sus pu?itos.
--Tiene usted raz��n, se?orita, d��jole risue?o un alf��rez de linda y adamada figura, al ver que el angelito pateaba y hac��a pucheros para romper a llorar. Esp��rese usted, que habr�� barquillos. Llamaremos a ese digno funcionario.... Ya viene hacia ac��. Usted, Borr��n--a?adi�� dirigi��ndose al capit��n...--, ?quiere usted darle una voz?
--?Eh... chss! ?Barquilleeeer��!--grit�� el capit��n mostachudo, sin notar que el c��rculo de las grandecitas se re��a de su ronquera cr��nica. No obstante la cual, el se?or Rosendo le oy��, y se acercaba, derrengado con el peso de la caja, que deposit�� en el suelo delante del grupo. Se oyeron como p��os y aleteos, el ruido de una canariera cuando le ponen alpiste, y las chiquillas corrieron a rodear el tubo, mientras las grandes se hac��an las desde?osas, cual si las humillase la idea de que a su edad las convidaran a barquillos. Inclinada la rubia pedig��e?a sobre la especie de ruleta que coronaba la caja de hojalata, impulsaba con su dedito la aguja, chillando de regocijo cuando se deten��a en
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