La Tribuna | Page 6

Emilia Pardo Bazán
nacimiento
Al sentar el pie en la calle, Amparo respir�� anchamente. El sol, llegado al zenit, lo alegraba todo. En los umbrales de las puertas los gatos, acurrucados, presentaban el lomo al ben��fico calorcillo, gui?ando sus pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas iban y ven��an escarbando. La bac��a del barbero, colgada sobre la muestra y rodeada de una sarta de muelas rancias ya, brillaba como plata. Reinaba la soledad, los vecinos se hab��an ido a misa o de bureo, y media docena de p��rvulos, confiados al ��ngel de la Guarda, se solazaban entre el polvo y las inmundicias del arroyo, con la chola descubierta y expuestos a un tabardillo. Amparo se arrim�� a una de las ventanas bajas, y toc�� en los cristales con el pu?o cerrado. Abri��ronse las vidrieras, y se vio la cara de una muchacha pelinegra y descolorida, que ten��a en la mano una almohadilla de labrar donde hab��a clavados infinidad de menudos alfileres.
--?Hola!
--?Hola, Carmela, andas con la labor a vueltas?--pues es d��a de misa.
--Por eso me da rabia... contest�� la muchacha p��lida, que hablaba con cierto ceceo, propio de los puertecitos de mar en la provincia de Marineda.
--Sal un poco, mujer... vente conmigo.
--Hoy... ?qui��n puede! Hay un encargo... diez y seis varas de puntilla para una se?ora del barrio de Arriba.... El martes se han de entregar sin falta.
Carmela se sent�� otra vez con su almohadilla en el regazo, mientras los hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indiferentes, como si murmurasen--?Lo de costumbre?--. Apartose de all��, y sus pies descendieron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos, llena a la saz��n de cocineras y vendedoras, y enhebr��ndose por entre cestas de gallinas, de huevos, de quesos, sali�� a la calle de San Efr��n, y luego al atrio de la iglesia, donde se detuvo deslumbrada.
Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se ve��a reunido ante el p��rtico, que las gentes cruzaban con el paso majestuoso de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser vistas y mutuamente resueltas a respetarse y a no promover empujones. Hac��an cola las se?oras aguardando su turno, empavesadas y solemnes, con mucha mantilla de blonda, mucho devocionario de canto dorado, mucho rosario de oro y n��car, las madres vestidas de seda negra, las ni?as casaderas, de colorines vistosos. Al llegar a los postigos que m��s all�� del p��rtico daban entrada a la nave, hab��a crujidos de enaguas almidonadas, blandos empellones, codazos suaves, respiraci��n agitada de damas obesas, cruces de rosarios que se enganchaban en un encaje o en un fleco, frases de miel con su poco de vinagre, como--ay, usted dispense.... A m�� me empujan, se?ora, por eso yo.... No tire usted as��, que se romper�� el adorno.... Perdone usted.
Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina, y se introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las se?oritas, arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los trapos de cristianar, y como ten��an la cabeza baja, ve��anse blanquear sus nucas, y alguna estrecha suela de elegante botita remangaba los pliegues de las faldas de seda. El centro de la nave lo ocupaba el piquete y la banda de m��sica militar, en correcta formaci��n. A ambos lados, filas de hombres, que miraban al techo o a las capillas laterales, como si no supiesen qu�� hacer de los ojos. De pronto luci�� en el altar mayor la vislumbre de oro y colores de una casulla de tis��; qued�� el concurso en mayor silencio; las damas abrieron sus libros con las enguantadas manos, y a un tiempo murmur�� el sacerdote Introito y rompi�� en sonoro acorde la charanga, haciendo o��r las profanas notas de Traviatta, cabalmente los compases ardientes y febriles del d��o er��tico del primer acto. El son vibrante de los metales a?ad��a intensidad al canto, que, elev��ndose amplio y nutrido hasta la b��veda, bajaba despu��s a extenderse, contenido, pero brioso, por la nave y el crucero, para cesar, de repente, al alzarse la hostia; cuando esto sucedi��, la marcha real, poderosa y magn��fica, brot�� de los marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de escucharse en el altar el misterioso repiqueteo de la campanilla del ac��lito.
A la salida, repetici��n del desfile: junto a la pila se situaron tres o cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todav��a gomosos, sino pollos y gallos, haciendo adem��n de humedecer los dedos en agua bendita, y tendi��ndolos bien enjutos a las damiselas para conseguir un fugaz contacto de guantes vigilado por el ojo avizor de las mam��s. Una vez en el p��rtico, era l��cito levantar la cabeza, mirar a todos lados, sonre��r, componerse furtivamente la mantilla, buscar un rostro conocido y devolver un saludo. Tras el deber, el placer; ahora la selecta multitud se dirig��a al paseo, convidada de la
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