La Tribuna | Page 8

Emilia Pardo Bazán
un n��mero, ya ganase, ya perdiese. Su j��bilo ray�� en paroxismo al momento que, tendiendo la mano abierta, encima de cada dedo fue el se?or Rosendo calz��ndole una torre de barquillos: quedose extasiada mir��ndolos, sin atreverse a abrir la boca para com��rselos.
Estando en esto, el alf��rez volvi�� casualmente la cabeza y divis�� del otro lado de los bancos un rostro de ni?a pobre que devoraba con los ojos la reuni��n. Figurose que ser��a por apetito de barquillos, y le hizo una se?a, con ��nimo de regalarle algunos. La muchacha se acerc��, fascinada por el brillo de la sociedad alegre y juvenil; pero al entender que la brindaban con tomar parte en el banquete, encogiose de hombros y movi�� negativamente la cabeza.
--Bien harta estoy de ellos--pronunci�� con desd��n.
--Es la hija--explic�� sin manifestar sorpresa el barquillero, que embolsaba la calderilla y bajaba el hombro para ce?irse otra vez la correa.
--Por lo visto, eres la se?orita de Rosendez--murmur�� el alf��rez en son de broma--. Vamos, Borr��n, usted que es animado, d��gale algo a esta pollita.
El de los mostachos consideraba a la reci��n venida atentamente, como un arque��logo mirar��a un ��nfora acabada de encontrar en una excavaci��n. A las palabras del alf��rez contest�� con ronco acento:
--Pues vaya si le dir��, hombre. Si estoy reparando esta chica, y es de lo mejorcito que pasea por Marineda. Es decir, por ahora est�� sin formar, ?eh?--y el capit��n abr��a y cerraba las dos manos como dibujando en el aire unos contornos mujeriles--. Pero yo no necesito verlas cuando se completan, hombre; yo las huelo antes, amigo Baltasar. Soy perro viejo, ?eh? Dentro de un par de a?os...--y Borr��n hizo otro gesto expresivo cual si se relamiese.
Miraba el alf��rez a la muchacha, y admir��base de las predicciones de Borr��n: es verdad que hab��a ojos grandes, pobladas pesta?as, dientes como gotas de leche; pero la tez era cetrina, el pelo embrollado semejaba un felpudo, y el cuerpo y traje compet��an en desali?o y poca gracia. Con todo, por seguir la broma, hizo el alf��rez que asent��a a la opini��n del capit��n, y pronunci��:
--Digo lo que el amigo Borr��n: esta pollita nos va a dar muchos disgustos.... Los oficiales se echaron a re��r, y Amparo a su vez se fij�� en el que hablaba, sin comprender al pronto sus frases.
--Cosas de Borr��n.... Ese Borr��n es c��lebre--exclamaron con algazara los militares, a quienes no parec��a ning��n prodigio la chiquilla.
--Reparen ustedes, se?ores--sigui�� el alf��rez--; la chica es una perla; dentro de dos a?os nos marear�� a todos. ?Qu�� dices t�� a eso, se?orita de Rosendez? Por de pronto, a m�� me ha desairado no aceptando mis barquillos.... Mira, te convido a lo que quieras, a dulces, a jerez... pero con una condici��n.
Amparo enrollaba las puntas del pa?uelo sin dejar de mirar de reojo a su interlocutor. No era lerda, y recelaba que se estuviesen burlando; sin embargo, le agradaba o��r aquella voz y mirar aquel uniforme refulgente.
--?Aceptas la condici��n? Lo dicho, te convido... pero tienes que darme algo t�� tambi��n: me dar��s un beso.
Soltaron la carcajada los oficiales, ni m��s ni menos que si el alf��rez hubiese proferido alguna notable agudeza; las ni?as grandecitas se volvieron haciendo que no o��an, y Amparo, que ten��a sus pupilas oscuras clavadas en el rostro del mancebo, las baj�� de pronto, quiso disparar una callejera fresca, sinti�� que la voz se le atascaba en la laringe, se encendi�� en rubor desde la frente hasta la barba, y ech�� a correr como alma que lleva el diablo.

-IV-
Que los tenga muy felices
Se ha mudado la decoraci��n; ha pasado casi un a?o; corre el mes de enero. No llueve; el cielo est�� aborregado de nubes l��vidas que presagian tormenta, y el viento coste?o, redondo, giratorio como los ciclones, arremolina el polvo, los fragmentos de papel, los residuos de toda especie que deja la vida diaria en las calles de una ciudad. Parece como si se hubiesen asociado vendaval y cierzo: aquel para aullar, soplar, mugir; este para herir los semblantes con fin��simos picotazos de aguja, colgar gotitas de fluxi��n en las fosas nasales, azulear las mejillas y enrojecer los p��rpados. En verdad que con semejante tiempo los Santos Reyes, que caballeros en sus dromedarios ven��an desde el misterioso pa��s de la luz, atravesando la Palestina, a saludar al Ni?o, debieron notar que se les helaban las manos, llenas de incienso y mirra, y subir m��s que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armi?o y p��rpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los marinedinos alzaban cuanto pod��an el cuello del gab��n o el embozo de la capa. Es que el viento era fr��o de veras, y sobre todo, inc��modo; costaba un triunfo pelear con ��l. Entr��base por las bocacalles, impetuoso y arrollador, bufando y barriendo a las gentes, a manera de fuelle gigantesco. En
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