La Tribuna | Page 5

Emilia Pardo Bazán
y pelaje.
Cuando la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era tarde. La planta r��stica no se sujetaba ya al espaller. Amparo hab��a ido a la escuela en sus primeros a?os, a?os de relativa prosperidad para la familia, sucedi��ndole lo que a la mayor parte de las ni?as pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y ellas de asistir, y se quedan sin m��s habilidad que la lectura, cuando son listas, y unos rudimentos de escritura. De aguja apenas sab��a Amparo nada. La madre se resign�� con la esperanza de colocarla en la F��brica. --?Que trabaje--dec��a--como yo trabaj��?. Y al murmurar esta sentencia suspiraba, recordando treinta a?os de incesante af��n. Ahora su carne y sus molidos huesos se tend��an gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba ��nterin sudaban otros para mantenerla. ?Que sudasen! Dominada por el terrible ego��smo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo que es all�� ya pod��an venir penas; lo que es all�� a buen seguro que la molestase el calor ni el fr��o. ?Que era preciso lavar la ropa? Bueno, ella no ten��a que levantarse a jabonarla, le hab��a costado bien caro una vez. ?Que estaba sucio el piso? Ya lo barrer��an, y si no, por ella, aunque en todo el a?o no se barriese.... ?De qu�� le hab��a servido tanto romper el cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida --??Ay, no se sabe lo que es la salud hasta despu��s de que se pierde!? --exclamaba sentenciosamente, sobre todo los d��as en que el dolor artr��tico le atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo inv��lido, dec��a a su hija:--?S��cateme de delante, que irrita el verte; de tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una casa?.
S��lo echaba de menos la animaci��n de su F��brica, las compa?eras. A bien que las vecinas de la calle sol��an acercarse a ofrecerle un rato de palique: una sobre todo, Pepa la comadrona, por mal nombre se?ora Porreta. Era esta mujer colosal, a lo ancho m��s a��n que a lo alto; parec��ase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme, circuida por colgante papada, ten��a palidez serosa. Calzaba zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tama?o masculino tambi��n, en el dedo me?ique. Acerc��base a la cama de la impedida, le somet��a las ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente ambas manos en los muslos, a fin de sostener la mole de su vientre, y con voz sorda y apagada empezaba a referir chismes del barrio, escabrosos pormenores de su profesi��n, o las maravillosas curas que pueden obtenerse con un cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la hoja de la malva bien machacadita, con romero hervido en vino, con unturas de enjundia de gallina. Susurraban los maldicientes que entre parleta y parleta sol��a la matrona entreabrir el pa?uelo que le cubr��a los hombros y sacar una botellica que f��cilmente se ocultaba en cualquier rinc��n de su corpi?o gigantesco; y ya corroboraba con un trago de an��s el exhausto gaznate, ya ofrec��a la botella a su interlocutora ?para ir pasando las penas de este mundo?. A o��dos del se?or Rosendo lleg�� un d��a esta especie, y se alarm��; porque mientras estuvo en la F��brica no beb��a nunca su mujer m��s que agua pura; pero por mucho que entr�� impensadamente algunas tardes, no cogi�� infraganti a las delincuentes. S��lo vio que estaban muy amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera val��a un Per�� la comadrona; al menos esa hablaba, porque lo que es su marido.... Cuando este regresaba de la diaria correr��a por paseos y sitios p��blicos, y bajando el hombro soltaba con estr��pito el tubo en la esquina de la habitaci��n, el di��logo del matrimonio era siempre el mismo:
--?Qu�� tal?--preguntaba la tullida.
Y el se?or Rosendo pronunciaba una de estas tres frases:
--Menos mal.--Un regular.--Condenadamente.
Alud��a a la venta, y jam��s se dio caso de que agregase g��nero alguno de amplificaci��n o escolio a sus oraciones cl��sicas. Pose��a el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus mejores a?os al f��rreo yugo de la disciplina militar, se convenci�� de la ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Call�� primero por obediencia, luego por fatalismo, despu��s por costumbre. En silencio elaboraba los barquillos, en silencio los vend��a, y casi puede decirse que los voceaba en silencio, pues nada ten��a de an��logo a la afectuosa comunicaci��n que establece el lenguaje entre seres racionales y humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento de palabra, el viejo suprim��a la ��ltima s��laba, reemplaz��dola por doliente prolongaci��n de la vocal pen��ltima:
--Barquilleeee��....

-III-
Pueblo de su
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