con pantalón y chaqueta de pa?o pardo, se terció a las espaldas la caja de hoja de lata y se echó a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con ceniza, juntaba en una cazuela berzas, patatas, una corteza de tocino, un hueso rancio de cerdo, cumpliendo el deber de condimentar el caldo del humilde menaje. Así que todo estuvo arreglado, metiose en el cuchitril, donde consagró a su ali?o personal seis minutos y medio, repartidos como sigue: un minuto para calzarse los zapatos de becerro, pues todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un vestido de tartán; un minuto para pasarse la punta de un pa?o húmedo por ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo); dos minutos para escardar con un peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse al cuello un pa?olito de indiana. Hecho lo cual, se presentó más oronda que una princesa a la persona encamada a quien había llevado el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos. Viendo a la chiquilla vestida se escandalizó: ?a dónde iría ahora semejante vagabunda?
--A misa, se?ora, que es domingo.... ?Qué volver con noche ni con noche? Siempre vine con día, siempre.... ?Una vez de cada mil! Queda el caldo preparadito al fuego.... Vaya, abur.
Y se lanzó a la calle con la impetuosidad y brío de un cohete bien disparado.
-II-
Padre y madre
Tres a?os antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida de las caderas.--Un aire, se?or--decía ella al médico.
Quedose reducida la familia a lo que trabajase el se?or Rosendo: el real diario que del fondo de Hermandad de la Fábrica recibía la enferma no llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a otro género de tareas. Mientras su padre no se marchaba, el miedo a un pasagonzalo sacudido con el cargador la tenía quieta ensartando y colocando barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa del tubo, sentía Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle era su paraíso. El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin objeto al través de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despeinada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el piso, sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por calles y callejones.
De tales instintos erráticos tendría no poca culpa la vida que forzosamente hizo la chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica. Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón de cal y residuos de alba?ilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas, un molinillo inservible, dos o tres gui?apos viejos y un innoble zapato que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso era el espectáculo de la alcoba matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a la Fábrica no permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando tristemente a lo largo de la palmatoria de latón veteada de cardenillo; la palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y grasienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas, presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas gozó. Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de la Fábrica, llevando a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante caldo; pero, soltando a lo mejor la carga, poníase a jugar al corro, a San Severín, a la viudita, a cualquier cosa, con las damiselas de su edad
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