y pelaje.
Cuando la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era tarde. La planta rústica no se sujetaba ya al espaller. Amparo había ido a la escuela en sus primeros a?os, a?os de relativa prosperidad para la familia, sucediéndole lo que a la mayor parte de las ni?as pobres, que al poco tiempo se cansan sus padres de enviarlas y ellas de asistir, y se quedan sin más habilidad que la lectura, cuando son listas, y unos rudimentos de escritura. De aguja apenas sabía Amparo nada. La madre se resignó con la esperanza de colocarla en la Fábrica. --?Que trabaje--decía--como yo trabajé?. Y al murmurar esta sentencia suspiraba, recordando treinta a?os de incesante afán. Ahora su carne y sus molidos huesos se tendían gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada panza arriba ínterin sudaban otros para mantenerla. ?Que sudasen! Dominada por el terrible egoísmo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue laboriosa, la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo que es allí ya podían venir penas; lo que es allí a buen seguro que la molestase el calor ni el frío. ?Que era preciso lavar la ropa? Bueno, ella no tenía que levantarse a jabonarla, le había costado bien caro una vez. ?Que estaba sucio el piso? Ya lo barrerían, y si no, por ella, aunque en todo el a?o no se barriese.... ?De qué le había servido tanto romper el cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida --??Ay, no se sabe lo que es la salud hasta después de que se pierde!? --exclamaba sentenciosamente, sobre todo los días en que el dolor artrítico le atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo inválido, decía a su hija:--?Sácateme de delante, que irrita el verte; de tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una casa?.
Sólo echaba de menos la animación de su Fábrica, las compa?eras. A bien que las vecinas de la calle solían acercarse a ofrecerle un rato de palique: una sobre todo, Pepa la comadrona, por mal nombre se?ora Porreta. Era esta mujer colosal, a lo ancho más aún que a lo alto; parecíase a tosca estatua labrada para ser vista de lejos. Su cara enorme, circuida por colgante papada, tenía palidez serosa. Calzaba zapatillas de hombre y usaba una sortija, de tama?o masculino también, en el dedo me?ique. Acercábase a la cama de la impedida, le sometía las ropas, le abofeteaba la almohada apoyando fuertemente ambas manos en los muslos, a fin de sostener la mole de su vientre, y con voz sorda y apagada empezaba a referir chismes del barrio, escabrosos pormenores de su profesión, o las maravillosas curas que pueden obtenerse con un cocimiento de ruda, huevo y aceite, con la hoja de la malva bien machacadita, con romero hervido en vino, con unturas de enjundia de gallina. Susurraban los maldicientes que entre parleta y parleta solía la matrona entreabrir el pa?uelo que le cubría los hombros y sacar una botellica que fácilmente se ocultaba en cualquier rincón de su corpi?o gigantesco; y ya corroboraba con un trago de anís el exhausto gaznate, ya ofrecía la botella a su interlocutora ?para ir pasando las penas de este mundo?. A oídos del se?or Rosendo llegó un día esta especie, y se alarmó; porque mientras estuvo en la Fábrica no bebía nunca su mujer más que agua pura; pero por mucho que entró impensadamente algunas tardes, no cogió infraganti a las delincuentes. Sólo vio que estaban muy amigotas y compinches. Para la ex-cigarrera valía un Perú la comadrona; al menos esa hablaba, porque lo que es su marido.... Cuando este regresaba de la diaria correría por paseos y sitios públicos, y bajando el hombro soltaba con estrépito el tubo en la esquina de la habitación, el diálogo del matrimonio era siempre el mismo:
--?Qué tal?--preguntaba la tullida.
Y el se?or Rosendo pronunciaba una de estas tres frases:
--Menos mal.--Un regular.--Condenadamente.
Aludía a la venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha. Soldado reenganchado, uncido en sus mejores a?os al férreo yugo de la disciplina militar, se convenció de la ociosidad de la palabra y necesidad del silencio. Calló primero por obediencia, luego por fatalismo, después por costumbre. En silencio elaboraba los barquillos, en silencio los vendía, y casi puede decirse que los voceaba en silencio, pues nada tenía de análogo a la afectuosa comunicación que establece el lenguaje entre seres racionales y humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento de palabra, el viejo suprimía la última sílaba, reemplazádola por doliente prolongación de la vocal penúltima:
--Barquilleeeeé....
-III-
Pueblo de su
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