La Tribuna | Page 3

Emilia Pardo Bazán
la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en cabello, cuando no en refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca de agua, cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la barbería de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo en tiempo la ni?a del barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la calle. ?Cuándo sería Dios servido de disponer que ella abandonase la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que no es mucho pedir! Pronto darían las nueve, y de los seis mil barquillos que admitía la caja sólo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperezó maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a su padre. Antes despachaba más.
El que viese aquellos ca?utos dorados, ligeros y deleznables como las ilusiones de la ni?ez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que representaba su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar los dedos, la mano y el brazo, cansaban dolorosamente los músculos del hombro y del cuello. La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que salían del molde. ?Y ningún día de descanso! No pueden los barquillos hacerse de víspera; si han de gustar a la gente menuda y golosa, conviene que sean fresquitos. Un nada de humedad los reblandece. Es preciso pasarse la ma?ana, y a veces la noche, en fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos. En verano, si la estación es buena y se despacha mucho y se saca pingüe jornal, también hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas, derritiendo el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando provisión doble de barquillos para la venta pública y para los cafés. Y no era que el se?or Rosendo estuviese mal con su oficio; nada de eso; artistas habría orgullosos de su destreza, pero tanto como él, ninguno. Por más que los a?os le iban venciendo, aún se jactaba de llenar en menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No ignoraba primor alguno de los concernientes a su profesión; barquillos anchos y finos como seda para rellenar de huevos hilados, barquillos recios y estrechos para el agua de limón y el sorbete, hostias para las confiterías--y no las hacía para las iglesias por falta de molde que tuviese una cruz--, flores, hojuelas y orejas de fraile en Carnaval, bu?uelos en todo tiempo.... Pero nunca lo tenía de lucir estas habilidades accesorias, porque los barquillos de diario eran absorbentes. ?Bah!, en consiguiendo vivir y mantener la familia....
A las nueve muy largas, cuando cerca de cinco mil barquillos reposaban en el tubo, todavía el padre y la hija no habían cruzado palabra. Montones de brasa y ceniza rodeaban la hoguera, renovada dos o tres veces. La ni?a suspiraba de calor, el viejo sacudía frecuentemente la mano derecha, medio asada ya. Por fin, la muchacha profirió:
--Tengo hambre.
Volvió el padre la cabeza, y con expresivo arqueamiento de cejas indicó un anaquel del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la artesa, y bajó un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hincó el diente con buen ánimo. Aún rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para aprovecharlas, cuando se oyeron crujidos de catre, carraspeos, los ruidos característicos del despertar de una persona, y una voz entre quejumbrosa y despótica llamó desde la alcoba cercana al portal:
--?Amparo!
Se levantó la ni?a y acudió al llamamiento, resonando de allí a poco rato su hablar.
--Afiáncese, se?ora... así... cárguese más... aguarde que le voy a batir este jergón... (Y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz, un sirrisssch... prolongado y armonioso.)
La voz mandona dijo opacamente algo, y la infantil contestó:
--Ya la voy a poner a la lumbre, ahora mismito.... ?Tendrá por ahí el azúcar?
Y respondiendo a una interpelación altamente ofensiva para su dignidad, gritó la chiquilla:
--Y piensa que.... ?Aunque fuera oro puro! Lo escondería usted misma.... Ahí está, detrás de la funda... ?lo ve?
Salió con una escudilla desportillada en la mano, llena de morena melaza, y arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cascarilla, le a?adió en debidas proporciones azúcar y leche, y volviose al cuarto del portal con una taza humeante y colmada a reverter. En el fondo del cacharro quedaba como cosa de otra taza. El barquillero se enderezó llevándose las manos a la región lumbar, y sobriamente, sin concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por el puchero mismo. Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la camisa, entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a presentarse, vestido
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