saber con certeza cu��ntos idiomas pose��a.
--Los hablo todos--contest�� Elena en espa?ol un d��a que Robledo le hizo esta pregunta.
Contaba an��cdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado �� otras personas; pero lo hac��a de tal modo, que el colonizador lleg�� algunas veces �� sospechar si ser��a ella la verdadera protagonista.
??D��nde no ha estado esta mujer?...--pensaba--. Parece haber vivido mil existencias en pocos a?os. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.?
Si intentaba explorar �� su amigo para adquirir noticias, la fe de ��ste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura �� inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguaci��n. Pero lleg�� �� adquirir la certeza de que su amigo s��lo conoc��a la historia de Elena �� partir del momento que la encontr�� por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sab��a por lo que ella hab��a querido contarle.
Pens�� que Federico, al contraer matrimonio, habr��a tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparaci��n de la ceremonia nupcial. Luego se vi�� obligado �� desechar esta hip��tesis. El casamiento hab��a sido en Londres, uno de esos matrimonios r��pidos como se ven en las cintas cinematogr��ficas, y para el cual s��lo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados �� la ligera.
Acab�� el espa?ol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y ��l no ten��a derecho �� intervenir en la vida dom��stica de los otros. Adem��s, sus sospechas bien pod��an ser el resultado de su falta de adaptaci��n--natural en un salvaje--al verse en plena vida de Par��s.
Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que ��l no hab��a tratado nunca. S��lo al matrimonio de su amigo deb��a esta amistad extraordinaria, que forzosamente hab��a de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba l��gico lo que momentos antes le hab��a producido inmensa extra?eza. Era su ignorancia, su falta de educaci��n, la que le hac��a incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiraci��n iguales �� las de Federico.
Viv��a en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradis��acas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en Par��s; pero las m��s de sus comidas las hac��a con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran ��stos los que le invitaban �� su mesa; otras los invitaba ��l �� los restoranes m��s c��lebres.
Adem��s, Elena le hizo asistir �� algunos t��s en su casa, present��ndolo �� sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del ?oso patag��nico?, como ella apodaba �� Robledo, �� pesar de las protestas de ��ste, que nunca hab��a visto osos en la Argentina austral. Como ��l abominaba de tales reuniones, Elena se val��a de diversas astucias para que asistiese �� ellas.
Tambi��n fu�� conociendo �� los amigos m��s importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa?ol como un ingeniero que a��n estaba en la parte preliminar de sus empresas, la m��s dif��cil y aventurada, sino como un triunfador venido de una Am��rica maravillosa con much��simos millones.
Dec��a esto �� sus espaldas, y ��l no pod��a explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simp��tica atenci��n con que le o��an apenas pronunciaba algunas palabras.
As�� conoci�� �� varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados m��s importantes. Tambi��n conoci�� al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos.
Robledo, contempl��ndole, se acordaba de ��l mismo cuando viv��a en Buenos Aires y hab��a de pagar al d��a siguiente una letra, no teniendo reunida a��n la cantidad necesaria. Fontenoy ofrec��a la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parec��a respirar seguridad y convicci��n de la propia fuerza. Pero �� veces, como si olvidase el presente inmediato, frunc��a el ce?o, quedando pensativo y completamente ajeno �� cuanto le rodeaba.
--Piensa alguna nueva combinaci��n maravillosa--dec��a Torrebianca �� su amigo--. Es admirable la cabeza de este hombre.
Pero Robledo, sin saber por qu��, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros all�� en Buenos Aires, cuando hab��an tomado dinero en los Bancos �� noventa d��as vista y era preciso devolverlo �� la ma?ana siguiente.
Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar �� pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde
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