vivir--dec��a--. Eso es llevar una existencia digna de un hombre.
Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta conmiseraci��n �� su esposo, como si viese en ��l una imagen de todas las flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que aborrec��a en aquellos momentos.
--Adem��s, as�� es como se gana una gran fortuna. Yo s��lo creo que son hombres los que alcanzan victorias en las guerras �� los capitanes del dinero que conquistan millones... Aunque mujer, me gustar��a vivir esa existencia en��rgica y abundante en peligros.
Robledo, para evitar �� su amigo las recriminaciones de un entusiasmo expresado por ella con cierta agresividad, habl�� de las miserias que se sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareci�� sentir menos admiraci��n por la vida de aventuras, confesando al fin que prefer��a su existencia en Par��s.
--Pero me hubiera gustado--a?adi�� con voz melanc��lica--que el hombre que fuese mi esposo viviera as��, conquistando una riqueza enorme. Vendr��a �� verme todos los a?os, yo pensar��a en ��l �� todas horas, �� ir��a tambi��n alguna vez �� compartir durante unos meses su vida salvaje. En fin, ser��a una existencia m��s interesante que la que llevamos en Par��s; y al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca, como rara vez se ve en el viejo mundo.
Se detuvo un instante, para a?adir con gravedad, mirando �� Robledo:
--Usted parece que da poca importancia �� la riqueza, y si la busca es por satisfacer su deseo de acci��n, por dar empleo �� sus energ��as. Pero no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede dar de s��, se necesita vivir al lado de una mujer.
Volvi�� �� mirar �� Torrebianca, y termin�� diciendo:
--Por desgracia, los que llevan con ellos �� una mujer carecen casi siempre de esa fuerza que ayuda �� realizar sus grandes empresas �� los hombres solitarios.
Despu��s de este almuerzo, durante el cual s��lo se habl�� del poder del dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuent�� la casa, como si perteneciese �� la familia de sus due?os.
--Le has sido muy simp��tico �� Elena--dec��a Torrebianca--. ?Pero muy simp��tico!
Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese �� un triunfo, no ocultando el disgusto que le habr��a producido verse obligado �� escoger entre su esposa y su compa?ero de juventud, en el caso de mutua antipat��a.
Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible resistirse al poder de seducci��n que parec��a emanar de su persona. Ella le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de su marido. Quer��a ser su iniciadora y maestra en la vida de Par��s, d��ndole consejos para que no abusasen de su credulidad de reci��n llegado. Le acompa?aba para que conociese los lugares m��s elegantes, �� la hora del t�� �� por la noche, despu��s de la comida.
La expresi��n maligna y pueril �� un mismo tiempo de sus ojos imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba �� veces sus palabras hac��an gran efecto en el colonizador.
--Es una ni?a--se dijo muchas veces--; su marido no se equivoca. Tiene todas las malicias de las mu?ecas creadas por la vida moderna, y debe resultar terriblemente cara... Pero debajo de eso, que no es mas que una costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.
Cuando no la ve��a y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se mostraba menos optimista, sonriendo con una admiraci��n ir��nica de la credulidad de su amigo. ?Qui��n era verdaderamente esta mujer, y d��nde hab��a ido Torrebianca �� encontrarla?...
Su historia la conoc��a ��nicamente por las palabras del esposo. Era viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo indecisa. Unas veces hab��a sido, seg��n ella, Gran Mariscal de la corte; otras, simple general, y el que verdaderamente pod��a ostentar una historia de heroicos antepasados era su propio padre.
Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba amor y orgullo al mismo tiempo, hac��a memoria de un sinn��mero de personajes de la corte rusa �� de grandes damas amantes de los emperadores, todos parientes de Elena; pero ��l no los hab��a visto nunca, por estar muertos desde muchos a?os antes �� vivir en sus lejanas tierras, enormes como Estados.
Las palabras de ella tambi��n alarmaban �� Robledo. Nunca hab��a estado en Am��rica, y sin embargo, una tarde, en un t�� del Ritz, le habl�� de su paso por San Francisco de California, cuando era ni?a. Otras veces dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversaci��n nombres de ciudades remotas �� de personajes de fama universal, como si los conociese mucho. Nunca pudo
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