tomar��a el Metro. Iba con ��l uno de los invitados �� la comida, personaje equ��voco que hab��a ocupado el ��ltimo asiento en la mesa, y parec��a satisfecho de marchar junto �� un millonario sudamericano.
Era un protegido de Fontenoy y publicaba un peri��dico de negocios inspirado por el banquero. Su acidez de par��sito necesitaba expansionarse, criticando �� todos sus protectores apenas se alejaba de ellos. A los pocos pasos sinti�� la necesidad de pagar la comida reciente hablando mal de los due?os de la casa. Sab��a que Robledo era compa?ero de estudios del marqu��s.
--Y �� su esposa, ?la conoce usted tambi��n hace mucho tiempo?...
El maligno personaje sonri�� al enterarse de que Robledo la hab��a visto por primera vez unas semanas antes.
--?Rusa?... ?Cree usted verdaderamente que es rusa?... Eso lo cuenta ella, as�� como las otras f��bulas de su primer marido, Gran Mariscal de la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no ha habido jam��s tal marido. Yo no me atrevo �� decir si es verdad �� mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca he visto �� ning��n personaje de dicho pa��s.
Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y a?adi�� con energ��a:
--A m�� me han dicho gentes de all��, indudablemente bien enteradas, que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta afirman haberla visto de joven en Bucarest; otros aseguran que naci�� en Italia, de padres polacos. ?Vaya usted �� saber!... ?Si tuvi��semos que averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que conocemos en Par��s y nos invitan �� comer!...
Mir�� de soslayo �� Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la confianza que pod��a tener en su discreci��n.
--El marqu��s es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien. Fontenoy hace justicia �� sus m��ritos y le ha dado un empleo importante para...
Presinti�� Robledo que iba �� oir algo que le ser��a imposible aceptar en silencio, y como en aquel instante pasaba vac��o un autom��vil de alquiler, se apresur�� �� llamar �� su conductor. Luego pretext�� una ocupaci��n urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno par��sito.
Siempre que hablaba �� solas con Torrebianca, ��ste hac��a desviar la conversaci��n hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho dinero que se necesita para sostener un buen rango social.
--T�� no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; adem��s, el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas c��lebres, el oto?o en los balnearios de moda...
Robledo acog��a tales lamentaciones con una conmiseraci��n ir��nica que acababa por irritar �� su amigo.
--Como t�� no conoces lo que es el amor--dijo Torrebianca una tarde--, puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.
El espa?ol palideci��, perdiendo inmediatamente su sonrisa. ??��l no hab��a conocido el amor?? Resucitaron en su memoria, despu��s de esto, los recuerdos de una juventud que Torrebianca s��lo hab��a entrevisto de un modo confuso. Una novia le hab��a abandonado tal vez, all�� en su pa��s, para casarse con otro. Luego el italiano crey�� recordar mejor. La novia hab��a muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse... Este hombre corpulento, gastr��nomo y burl��n llevaba en su interior una tragedia amorosa.
Pero como si Robledo tuviera empe?o en evitar que le tomasen por un personaje rom��ntico, se apresur�� �� decir esc��pticamente:
--Yo busco �� la mujer cuando me hace falta, y luego contin��o solo mi camino. ?Para qu�� complicar mi existencia con una compa?��a que no necesito?...
Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostr�� deseos de conocer cierto restor��n de Montmartre abierto recientemente. Para sus amigos era un lugar m��gico, �� causa de su decoraci��n persa--estilo Mil y una noches vistas desde Montmartre--y de su iluminaci��n de tubos de mercurio, que daba un tono verdoso �� los salones, lo mismo que si estuviesen en el fondo del mar, y una lividez de ahogados �� sus parroquianos.
Dos orquestas se reemplazaban incesantemente en la tarea de poblar el aire de disparates r��tmicos. Los violines colaboraban con desafinados instrumentos de metal, uni��ndose �� esta cencerrada bailable un claxon de autom��vil y varios artefactos musicales de reciente invenci��n, que imitaban dos tablones que chocan, un fardo arrastrado por el suelo, una piedra sillar que cae...
En un gran ��valo abierto entre las mesas se renovaban incesantemente las parejas de danzarines. Los vestidos y sombreros de las mujeres--espumas de diversos colores en las que flotaban briznas de plata y oro--, as�� como las masas blancas y negras del indumento masculino, se esparc��an en torno �� las manchas cuadradas de los manteles.
Con la m��sica estridente de las orquestas ven��a �� juntarse un estr��pito de feria. Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algod��n, �� insist��an con un deleite infantil en hacer sonar peque?as gaitas y otros instrumentos
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