la corte;
otras, simple general, y el que verdaderamente podía ostentar una
historia de heroicos antepasados era su propio padre.
Al repetir Torrebianca las afirmaciones de esta mujer, que le inspiraba
amor y orgullo al mismo tiempo, hacía memoria de un sinnúmero de
personajes de la corte rusa ó de grandes damas amantes de los
emperadores, todos parientes de Elena; pero él no los había visto nunca,
por estar muertos desde muchos años antes ó vivir en sus lejanas tierras,
enormes como Estados.
Las palabras de ella también alarmaban á Robledo. Nunca había estado
en América, y sin embargo, una tarde, en un té del Ritz, le habló de su
paso por San Francisco de California, cuando era niña. Otras veces
dejaba rodar aturdidamente en el curso de su conversación nombres de
ciudades remotas ó de personajes de fama universal, como si los
conociese mucho. Nunca pudo saber con certeza cuántos idiomas
poseía.
--Los hablo todos--contestó Elena en español un día que Robledo le
hizo esta pregunta.
Contaba anécdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado á
otras personas; pero lo hacía de tal modo, que el colonizador llegó
algunas veces á sospechar si sería ella la verdadera protagonista.
«¿Dónde no ha estado esta mujer?...--pensaba--. Parece haber vivido
mil existencias en pocos años. Es imposible que todo eso haya podido
ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.»
Si intentaba explorar á su amigo para adquirir noticias, la fe de éste en
el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura é
inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguación. Pero llegó á
adquirir la certeza de que su amigo sólo conocía la historia de Elena á
partir del momento que la encontró por primera vez en Londres. Toda
su existencia anterior la sabía por lo que ella había querido contarle.
Pensó que Federico, al contraer matrimonio, habría tenido
indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los
documentos que exige la preparación de la ceremonia nupcial. Luego se
vió obligado á desechar esta hipótesis. El casamiento había sido en
Londres, uno de esos matrimonios rápidos como se ven en las cintas
cinematográficas, y para el cual sólo son necesarios un sacerdote que
lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados á la ligera.
Acabó el español por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba
contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y él no tenía derecho á
intervenir en la vida doméstica de los otros. Además, sus sospechas
bien podían ser el resultado de su falta de adaptación--natural en un
salvaje--al verse en plena vida de París.
Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que él
no había tratado nunca. Sólo al matrimonio de su amigo debía esta
amistad extraordinaria, que forzosamente había de chocar con sus
costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lógico lo que
momentos antes le había producido inmensa extrañeza. Era su
ignorancia, su falta de educación, la que le hacía incurrir en tantas
sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de
Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una
confianza y una admiración iguales á las de Federico.
Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por
haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas
delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en
París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer.
Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba
él á los restoranes más célebres.
Además, Elena le hizo asistir á algunos tés en su casa, presentándolo á
sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del
«oso patagónico», como ella apodaba á Robledo, á pesar de las
protestas de éste, que nunca había visto osos en la Argentina austral.
Como él abominaba de tales reuniones, Elena se valía de diversas
astucias para que asistiese á ellas.
También fué conociendo á los amigos más importantes de la casa en las
comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no
presentaba al español como un ingeniero que aún estaba en la parte
preliminar de sus empresas, la más difícil y aventurada, sino como un
triunfador venido de una América maravillosa con muchísimos
millones.
Decía esto á sus espaldas, y él no podía explicarse el respeto con que le
trataban los otros invitados y la simpática atención con que le oían
apenas pronunciaba algunas palabras.
Así conoció á varios diputados y periodistas, amigos del banquero
Fontenoy, que eran los convidados más importantes. También conoció
al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la
cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de
negocios norteamericanos.
Robledo, contemplándole, se acordaba de
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